miércoles, 29 de diciembre de 2010

Las películas del 2010 que dejé en el tintero...

Quizá fui excesivamente escueta en el anterior post. Pero se debe tener en cuenta que era una ecuación en la que había que introducir los elementos 'espacio en mis estanterías' y, sobre todo, 'economía dedicada al ocio'. Por eso recupero aquí los otros títulos que me dejé en el tintero.

Me quedo con la magnífica atmósfera de El escritor o Shutter Island, y con Origen, para así compararla como se debe con Paprika, visionada hace poco. También con En tierra hostil –sí a sus escenas de suspense, no a sus momentos de ¿reflexión?-, y una recuperación del cine de atracos, The Town, gracias a Ben Affleck, pero a pesar de su aparición en pantalla. Y, por supuesto, hay que ver lo último de Tom Hooper, que confirma lo que ya anticipó en las fantásticas The Damned United y John Adams: es correcto, es directo y hasta emociona. Hay que contemplar El discurso del rey.

También Un profeta y La cinta blanca, sin olvidarse de Vincere –cerca del telefilme, pero no confundirse: Bellocchio sabe condensar el drama en poéticos planos-, o el humor de ultratumba de Enterrado El Robin Hood de Ridley Scott también merece la pena, aunque curiosamente funcione mejor a nivel emotivo que de acción pura y dura: se quedo en collage.

En el terreno del documental o semi-documental, me rindo ante Avalon y su Anvil o Exit Trought the Gift Shop, incluso ante When You’re Strange, aunque me certifique que hay veces que es mejor quedarse con el mito y que con la realidad.

Para reírse sin carcajada muy sonora habrá que cumplir con la tradición de ver a Woody Allen con Conocerás al hombre de tus sueños; echarle un ojo en estos tiempos aciagos a Up In The Air, a pesar de su final un tanto descafeinado. Tienen su gracia dos películas gastronómicas: una histérica, Soul Kitchen; y la otra más reposada, Bon Appetit; y la tontería de cosas como Jacuzzi al pasado, que a pesar de ser un quiero y no puede tiene algún gag digno de volver a verse.

Hay mucha verdad en las interpretaciones de El Cónsul de Sodoma, de Pan Negro, de los secundarios de El gran Vázquez –genial la aproximación a la editorial Bruguera-, lo que les convirtió en interesantes ejercicios de nuestro cine, junto a los ya mencionados.

Dicho todo esto, hay varias lagunas que debería solventar: Ciudad de vida y muerte –me la recomendó un taxista que estaba leyendo mucho sobre otro holocausto: el nazi- Yo soy el amor, Canino, y recuperar Greenberg, estrenada directamente en DVD, o Cyrus y Fish Tank –por Michael Fassbender lo que sea, así que quizá también debería acercarme a Centurión-, que se quedaron agazapadas en la cartelera.

Todas ellas se quedan para un 2011 del que, en breve, os adelantaré algunos deseos.

martes, 21 de diciembre de 2010

¿Qué películas del 2010 compraría en DVD?

Es la pregunta esencial para hacer una de esas listas del cine de 2010. Aquí está la respuesta.

Two Lovers. Se presentó casi a escondidas en la cartelera: era una película estrenada hace dos años en EEUU, así que ¿quién pensaba que fuera gran cosa? Pero James Gray es James Gray (su entrevista sin pelos en la lengua en Cahiers no tuvo desperdicio). Es una de las cintas que más me ha emocionado: su tempo, momentos como la entrada en foco (y nunca mejor dicho, con ese sol que la ilumina) de Gwyneth Paltrow, o Isabella Rossellini con esa sabiduría que esconde su personaje. La –dolorosa- vida misma en la boca maltrecha de Joaquin Phoenix.

Toy Story 3. Más surrealista que nunca y yendo un poco más allá sorprende con momentos de suspense (el muñeco de los ojos a la virulé que todos siempre temimos cuando lo veíamos en casa de la tía abuela), de humor absurdo (ese Señor Potato-Tortita), pero siempre con frases que no se pueden dejar de recordar y querer imitar con la misma intención: “¡El gaanchoo!” o “¡Dale leña al mono!”.

La red social. Desconcertante por momentos, compleja y con un arranque y un final que certifican su calidad. Llegó la reconciliación con Fincher –sí, yo también apoyé alguna vez a aquellos que decían que “no tiene discurso”- gracias a Aaron Sorkin y a su capacidad de hacer hablar a dos personajes en una habitación. El Oscar debe ser suyo.

Y, por supuesto, Fantástico Sr Fox. Artesanía, encanto, humor, detalles a descubrir en las esquinas del plano… Preferiblemente en sus voces originales. Y, como la cosa está animada, añado The Secret of Kells, una pequeña obra de arte.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Cine con buen nota

El otro día volví a ver La niebla, la escalofriante película de Frank Darabont basada en un texto de Stephen King, y de nuevo me quedaba grabada la desolación de su final. Me recorre un escalofrío cuando me acuerdo de ella, una sensación de la que en su 60% tiene la culpa un tema de Dead Can Dance, The Host of Seraphim.

El cine, el gran medio de la súper emoción, no sería lo mismo sin la música. A veces es sólo un pequeño acompañamiento, un apoyo de sus momentos más alegres, más tristes o más épicos; pero sobre todo una manera de explicar muchas cosas gracias principalmente a ese Main Theme que señala que es lo verdaderamente importante dentro de su maremágnum de imágenes.


Tengo especial adoración por el trabajo de un compositor, el polaco Zbigniew Preisner, que apoyó con unas melodías fantásticas las películas de su gran amigo Kieslowski. La doble vida de Verónica era un verdadero canto a la vida, pero sus temas principales para Tres colores fueron la constatación de su genio. Azul, sobre una mujer enfrentada a la muerte de su marido, tenía el Primer Movimiento para una sinfonía inacabada; Blanco, sobre el desamor, era un tango; mientras que Rojo, sobre una historia que se repite, era un bolero. ¿Es o no la música la mejor manera de explicar muchas cosas?


Una pequeña melodía de flauta nos prepara para la más melancólica de las experiencias; o el piano minimalista de Satie, sus Gymnopedies, que tan bien utilizó Woody Allen en la genial Otra Mujer, o la clasicista El velo pintado, puede traer recuerdos llenos de emoción. Los chillidos de violín, nos enseñó Bernard Herrman, son lo mejor para meter el miedo en el cuerpo; y el viento metal le viene como anillo al dedo a la épica –cuánto han bebido Miklos Rozsa, John Williams o Hans Zimmer de autores como Holst y uno de sus Planetas: Marte, el Dios de la guerra-.

Siempre he pensado que los verdaderos aficionados al cine, tienen muchas papeletas de ser unos más que decentes melómanos. Si ves Ascensor para el cadalso, no puedes evitar caer en la trampa de adquirir tan genial banda sonora de Miles Davis, y a partir de ahí, ir ampliando tu acercamiento al jazz. O si contemplas 2001, puedes descubrir las enigmáticas variaciones de Ligeti y conocer mejor autores más complejos dentro de la llamada música clásica.


La música es un elemento mágico que sabe redoblar el efecto de muchas escenas o, en muchos casos, intentar ocultar la incompetencia de los que dirigen. ¿Será por eso que los mejores cineastas son los que pueden hacer buen cine sin necesitarlo? Piénsalo bien: la próxima vez que veas una buena escena, intenta quitarle el sonido. A ver si lo resiste…

miércoles, 8 de diciembre de 2010

La extraña pareja

Me encanta como Elsa Martinelli saca de quicio al hombretón de Wayne en la siempre deliciosa ¡Hatari!. Hawks une al actor con un tipo de mujer que nunca pensaríamos que le fuese. Y ahí está ella, delgada y puro nervio, directa a su meta...




martes, 7 de diciembre de 2010

Ya nadie nos hace reír

El otro día lo hablaba con otro cinéfilo de pro. Ya no se hace buena comedia, las historias que predominan son dramones realistas, con tintes críticos. Películas crudas, morbosas. En fin, a pocos meses de los Oscar, ya saben que es ese cine el que se lleva el gato al agua. Será por eso que Hollywood está obsesionado por ver el lado blue de la vida.

Toda esta conversación hizo que me viniese a la cabeza Los viajes de Sullivan, en la que un productor de Hollywood decidía recorrer la Norteamérica profunda buscando historias humanas que reflejasen los años de crisis tras el crack del 29. El panorama era desolador, pero al final descubría que no había nada mejor que un entretenimiento divertido y directo para poder seguir adelante con las dificultades.

Desde luego, la comedia tuvo una época dorada en la década de los 30 y los 40 gracias a la screwball comedy que se dejaba invadir por los vientos esperanzadores del New Deal de Roosevelt. Eran películas ágiles, picaronas y muy, muy divertidas. Cosas como Luna Nueva, La fiera de mi niña, Sucedió una noche o Ninotchka, así lo testificaban.

Pero ahora que nosotros estamos también inmersos en otra crisis que hace que día tras día asistamos a muchos dramas por falta de trabajo, pocos son los que se atreven a hacernos reír. El gran refugio de la carcajada se ha quedado para la animación, sobre todo gracias a Pixar. Desde luego, la última vez que recuerdo haberme reído de lo lindo delante de la gran pantalla fue con dos productos de Pixar (puede ser que mi complejo de Peter Pan también ayude a la causa): Up y Toy Story 3.


Seguro que a muchos les ocurre. En su entorno cercano tienen a gente que les gusta ir al cine a ver cosas positivas, y cuando les piden su opinión sobre qué les recomiendan la respuesta resulta difícil. Mis DVD’s de Un funeral de muerte y Pequeña Miss Sunshine echan humo, porque los de Apatow y compañía con Superfumados, Supersalidos y demás no terminan de cuajar en ese target. Tampoco las últimas cosas de Kevin Smith. El otro día quise sorprender a una de esas personas de gustos poco dramáticos con Hazme reír y casi nos echamos a llorar.

La comedia parece estar al alcance de muy pocos. Un arte difícil en una sociedad como la nuestra, tan resabida y de vuelta de todo. Sin embargo, el drama, que conecta rápido con el patio de butacas, parece ligar con la intelectualidad; y el humor, que ha de estar mucho más trabajado para conseguirlo, con el espectador de a pie. Curiosas paradojas de la vida que a veces me llevan a pensar que el consejo más acertado puede estar en las manos menos cultivadas, las de aquellos que, como los trabajadores de Los viajes de Sullivan, se divierten con una pequeña historia de animación que les hace reírse a carcajadas.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Pequeño recuerdo en el 75 cumpleaños de Woody Allen


Woody Allen cumple 75 años y he querido acordarme de él con una de las películas de su filmografía que más me gustan: Otra mujer. En ella, el habitual jazz de sus títulos de crédito se cambiaba por Satie y el tono se volvía más interiorista, más bergmaniano.

Me acuerdo de Gena Rowlands escuchando a través del respiradero los sufrimientos del personaje de Mia Farrow e identificándose con ellos, y así es cómo me veo ante una película. En la piel de otros personajes he descubierto cosas de mí misma que unas veces eran buenas y otras, dolorosas. También he podido acercarme a situaciones que de otra forma no hubiese vivido. Todo ello me ha aproximado a otras formas de vida, a otros seres humanos, a otras historias. Espero que todo ello me haya hecho más empática…

lunes, 29 de noviembre de 2010

Al cine le sienta bien el blanco

“Cae la nieve (…) Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos”. Mientras comienzo a escribir ésta última entrega de mi blog, observo por la ventana, como el personaje de Gabriel Conroy que dice estas bellísimas líneas finales en Dublineses, un fenómeno que me recuerda a alguno de los momentos cinematográficos más inolvidables.

Si la lluvia siempre tuvo un aliento un tanto sensual que el cine supo aprovechar hasta sus últimas consecuencias –y de eso me encantaría hablar largo y tendido en otra ocasión-, la nieve, por el contrario, posee un tono nostálgico irresistible.

La bella luz blanca repartida en pequeños copos en movimiento brilló especialmente en las imágenes de la infancia del eterno Ciudadano Kane. Era el símbolo de la felicidad arrebatada, de la inocencia interrumpida evocada por medio de una bola de cristal de esas de juguete que se agitan y que acaba destrozada por los suelos en el inolvidable comienzo de la cinta de Welles.

Pero, mientras sigue nevando, son también otras las imágenes evocadas. Recuerdo una bella Nueva York invernal en Jennie, un soberbio trabajo en el que William Dieterle daba una lección de romanticismo alejado de cualquier ñoñería caduca. La composición de sus imágenes poseía un inmarcesible aliento artístico, muy en consonancia con la profesión del protagonista, -gran Joseph Cotten-, y sus encuentros con su musa venida de un lugar lejano.

Nevaba en ¡Qué bello es vivir!, en El bazar de las sorpresas, pero también en la indispensable Ser o no ser, con su “invierno de descontento” a causa de la guerra; o en la, quizá peor envejecida, Doctor Zhivago, con su historia de amor bajo cero.

El año pasado, sin ir más lejos, en Asuntos privados en lugares públicos, Alain Resnais utilizaba la caída de copos blancos como elemento de conexión entre sus historias y refuerzo de esas cadenas invisibles que poco a poco iban uniendo a todos los personajes. De otra, más lejana y algo irregular, Oneguin, me acuerdo con placer de la figura recortada contra el fondo níveo de Ralph Fiennes, con ropajes decimonónicos -gran sombrero de copa, abrigo largo-. Era un inquietante –como sólo lo puede ser este actor- ejemplo de la soledad y amargura por el amor perdido.

Aunque la nieve que vea caer es pasajera no lo son las sensaciones evocadas ni la ilusión por que la gran pantalla, en éstas como en tantas otras grandes historias, siga recurriendo a ella como elemento compositivo irresistible, como contrapunto a los estados de ánimo o como fuente de ráfagas de luz blanca cegadora. Al cine le sienta bien el blanco.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Para ser una chica Hawks

Neuróticas, aceleradas, determinantes, decididas. No, no hablamos de alguna de las féminas de Almodóvar –tranquilo, papá-, sino de las de Howard Hawks.

Hay que reconocerlo: podían llegar a ser insoportables. Al pobre de Cary Grant le tenían frito. Recordemos a la hiperactiva y cabezona Katharine Hepburn en La fiera de mi niña o a la empeñada Paula Prentiss en Su juego favorito, o, por supuesto, Rosalind Russell: ¿qué periodista no sueña con mostrar su agudeza y rapidez?

Pero Grant no era el único. También pasaba lo suyo Gary Cooper en Bola de fuego, enfrentado, de nuevo, a la efervescencia de Barbara Stanwyck, una particular Blancanieves que conseguía distraerle del alto propósito de finalizar su querida enciclopedia junto a los otros enanitos. O, cómo no, Humphrey Bogart, enfrentado a la magnética Lauren Bacall dándole alguna que otra lección.

Rompían esquemas sin despeinarse, y eran tan importantes en el devenir de los acontecimientos que, desde luego, iban más allá del habitual papel de comparsa al que se las sometía en el cine de Hollywood. A mí me hubiese gustado ser una de ellas por el simple hecho de saber silbar –que en los conciertos es muy práctico-, aunque siempre me quedará el recurso de tirar de algunas de sus frases más o menos lapidarias. Recuerden, recuerden, en este vídeo resumen...



miércoles, 17 de noviembre de 2010

John Ford, el hombre que miraba a los ojos

“Se están perdiendo las buenas costumbres”, me dice mi padre. “Tanta megalomanía, tanto movimiento de grúa, tanto plano cenital”.

Sé por dónde va. No hace falta que diga más. Ahora me hablará de John Ford, y yo le diré que no se puede estancar ahí, que el cine ha ido probando nuevas cosas y éstas no tienen por qué ser malas... Pero lo cierto es que yo también adoro a Ford. Ya fuese al oeste, a Irlanda, o al Pacífico, siempre tenía algo bueno que contar. Por eso me repatean aquellos que, fascinados por el esteticismo vacío de aronofskys y compañía, le rechazan catalogándolo de “facha”. No tienen ni idea. No han comprendido nada.

Me encantaba especialmente su obsesión por el sentido de comunidad que impregnaban sus películas. Era algo que iba desde el sentimiento familiar, al de camaradería, o el de seguir en alguna población una serie de ritos de unión: bailes, ceremonias o incluso peleas.

Era riguroso, directo, pero también supo evolucionar. Si en Pasión de los fuertes apostó por ser fiel a la realidad al plasmar que el duelo en O.K. Corral duraba cinco minutos –tal como el propio Wyatt Earp le contó-, en El hombre que mató a Liberty Valance, una de sus más altas cumbres cinematográficas, decidió quedarse con la leyenda.

Cuentan que cuando Ford fue a la Screen Directors Guild se definió a sí mismo como “director de westerns”, y así parece que fue para mucha gente, pero llegó más allá. ¿Acaso no recuerdan su magnífica adaptación de Las uvas de la ira o El delator? ¿No se emocionan viendo a Roddy McDowall tocando a los pájaros en su lecho de enfermedad en ¡Qué verde era mi valle!? O, por supuesto ¿no les han entrado ganas de visitar Innisfree, como en su día hizo José Luis Guerín, para conocer el lugar en el que acontece una historia tan tierna como la de El hombre tranquilo?

Si pienso en Ford, me vienen a la cabeza tres escenas: el momento de Centauros del desierto en que el reverendo ve de refilón a Martha acariciar con ternura la capa de su cuñado Ethan; o cuando en La diligencia, tras una descortesía por parte del estirado caballero del sur hacia Dallas, una prostituta, Ringo (John Wayne) le ofrece agua disculpándose de no tener vaso de plata en la que dársela; y, por supuesto, el debate improvisado que se forma en la estación de tren en El hombre tranquilo. Todas ellas son muestra de una ternura y delicadeza infinitas que parece que no cuadran con un cineasta con tanta fama de cascarrabias.

Lindsay Anderson recogía en su documental dedicado a él que una vez uno de los ayudantes de Ford le sugirió al cineasta que rodara la entrada del tren en la estación en El hombre tranquilo desde arriba. Fue todo un atrevimiento porque no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer, pero al final le dijo: “Cuando hablas con alguien ¿hacia dónde miras?”, era evidente que a los ojos. “Pues así es como ruedo yo”, remató. Poco más pudo añadir.

Acudir a John Ford es disfrutar del cine en toda su esencia, es un baño purificador. El espectador siente que sí, que, como él dijo, le miran a los ojos y con ello reconocen su humanidad. Que no le engañan, que no insultan su inteligencia, haciéndole partícipe de esas pequeñas vidas que desfilan por la pantalla. ¿A que se os había olvidado lo que es eso? Entonces, ¿a qué esperáis para volver a ver una película suya?

sábado, 13 de noviembre de 2010

Adiós a Luis García Berlanga

Un pequeño recuerdo a un grande del cine español, que hoy ha fallecido y que reflejó con humor un tanto amargo una España deprimente. Descanse en paz.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Recuerdo en 'off' de 'Blade Runner'


Cuando me tomo un cuenco de noodles me pasa como a Proust con su magdalena. Pero no es el pasado el que acude a mi mente. Visualizo a Rick Deckard frente a un puesto de comida callejera en ese 2019 de Blade Runner

El caso es que la primera vez que la vi creo que no llegaba a los doce años y una de las cosas que más recuerdo es la escena en la que la replicante Pris sumerge su mano en un gran hervidor de huevos cocidos. Con el tiempo me di cuenta de que había escenas mucho más crudas, como cuando Roy sacaba los ojos a su creador, Tyrell (una cabeza artificial que costó nada menos que unos 10.000 euros).

Contemplando el gran documental de tres horas y media dedicado a todo su proceso de creación -incluido en su versión definitiva, completísima y metálica- me reconcilié con ese director que soñaba con androides y no con billetes verdes. Menudas balls las de Ridley Scott para no amedrentarse ante los productores y seguir luchando por un proyecto en el que se estaba dejando la vida -su hermano Tony, un fanático de la cinta, dice que volcó todo aquello que les gustaba de niños: cómics, ilustraciones...-. Finalmente, esos días de frenética creación y rodaje tuvieron muchas anécdotas, como cuando todo el equipo norteamericano, harto de que Scott –más acostumbrado a los profesionales británicos- no reconociera su trabajo, se pusieron unas camisetas-protesta con frasecitas del tipo "Yes Guvnor [así le llamaba el equipo], my ass".

Como sabrán, la cinta estaba basada en el relato de Philip K. Dick Sueñan los androides con ovejas eléctricas. Con ese material tan profético, Hampton Fancher elaboró el primer borrador y unos cuantos más hasta que pidieron a David Peoples (menos intelectual, más simple) le diera el toque final. Bueno… Casi. Durante el rodaje, muchos fueron los que metieron mano al asunto. Uno de ellos, el más inspirado, fue Rutger Hauer que, totalmente volcado en su personaje, ideó aquello de que “Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.

El caso es que al final las palabras de Dick habían quedado totalmente transformadas en otra cosa. Un futuro en el que el sentido de la vista era el más apreciado. El mencionado asesinato de Tyrell; la prueba Voight-Kampff que analiza el ojo; Roy que dice que “ha visto” o “te veo” en las escenas finales y cuyo ojo suponemos que es el que sale en una de las versiones; la visita al creador de globos oculares… En fin, que la lista es larga.


Scott versus Ford

Yo me preguntaba durante mucho tiempo: ¿Qué pasaba entre Scott y Harrison Ford? ¿Se llevaban tan mal como dicen? Es aquí donde viene uno de los puntos estrella de los off the record de la cinta. Desde luego que hubo tirantez, pero claro en las entrevistas recientes las cosas se han limado un poco. Al final, cualquiera puede darse cuenta de que en el fondo era un problema de mala comunicación: Scott estaba hasta arriba controlando cada detalle estético y no dialogó mucho con Ford acerca de su personaje, quizá porque confiaba en su experiencia (acababa de rodar el primer Indiana Jones y llamó a Spielberg para que le diese su opinión, que, como imaginarán, era magnífica). Éste no se lo tomó bien y parece que se aisló bastante. No hubo problema: a su personaje le sentó como un guante. Era el perfecto caza-replicantes y el sumun de la masculinidad para muchas féminas. Para mí también.

Era uno de los vértices de un atractivo cuadro interpretativo. Hauer, qué les voy a decir, cortaba la pana; pero en el terreno femenino tampoco se quedaba la cosa atrás. Teníamos, como en la zarzuela, “una morena y una rubia”. Sean Young fue el acertado capricho de Scott, mientras que una jovencísima Daryl Hannah se lo curró de lo lindo para el casting. Inspirada por Klaus Kinski en Nosferatu se presentó hecha un cuadro: ojos ennegrecidos en exceso, cejas exageradas con masilla y unos pequeños movimientos gimnásticos. El papel era suyo.

Pero una de las cosas más apasionantes viene cuando nos muestran todo lo relacionado con la construcción de los planos generales de ese Los Ángeles futuro. Maquetas y más maquetas, dibujos exquisitos y unos cuanto efectos con humo, y se consiguieron momentos impagables, tan alejados del desesperante abuso de una digitalización que todavía se nota demasiado.

Ahora bien, no crean que me voy a despedir sin mojarme en la polémica de si es o no mejor con voz en off. A mí, como a muchos les pasará, me resulta insoportable que después de la impactante muerte de Roy Batty aparezca esa voz diciéndome qué pensar de todo aquello. Por eso, prefiero, sin lugar a dudas, la película sin voz en off. También me rechina ese final entre montañas y claridad, sacado de los restos del rodaje de El resplandor de Kubrick. Sí, me quedo con el Montaje del director, en el que al final Rick Deckard coge un unicornio de papel (el animal que aparecía en sus sueños), se lo guarda en la mano y se va con la chica. Cortante y directo.

No sé qué efecto hipnótico tendrá, pero es de esas películas que no te atreverías a pasar rápido ninguna de sus escenas. Hay que verla íntegra, y, aunque ya sea tarde para ello, si se puede, decir a los que aun no la conocen: “He visto cosas que no creeríais…”.

martes, 9 de noviembre de 2010

Harrison Ford, el macho alfa

-¿Te vienes a ver una de Ford?

-¿Cuál? ¿La diligencia?

-No, papá. De Harrison.

-¡Claro que sí!

Mi padre disfrutaba de sus películas: era el nuevo héroe de sonrisa torcida. Pero yo aun más, rendida como estaba a sus encantos masculinos.
La quintaesencia de la masculinidad veía un amigo mío en su personaje de Han Solo. No estoy tan convencida. Cínico, un tanto infantil –rechista como un niño cuando le llaman "piojoso"-, algo caradura y chuleta. Pues eso, que no estoy tan convencida. Pero, sea como fuere, era el “caradura” que toda fémina pondría en su vida. El tipo que querrías tener a tu lado si la cosa se ponía fea, porque a todo le echaba un par. Adoro ver sus movimientos, su agilidad, en escenas como las de los enfrentamientos en los pasillos de la Estrella de la muerte.


Es que no se puede negar que los papeles de gran destreza física eran lo suyo –algo que en el caso de Indiana Jones le hizo correr muchos percances-. Por eso quizá pensé que en su adolescencia fue una de esas estrellas atléticas de instituto con las que sueña toda chica popular. Me equivocaba. Tampoco fue un buen estudiante, así que parece que pronto se decantó por dar clases de arte dramático, donde encontró su vocación.

Pero a Hollywood rogando y con el mazo dando. O con el martillo, porque lo que empezó como bricolaje casero se terminó convirtiendo en un oficio. La carpintería le reportó ingresos mientras conseguía papeles ínfimos. Hasta debió ver en acción a Antonioni, porque, según parece –yo no he tenido tiempo de comprobarlo-, participó en su muy setentero Zabriskie Point. El caso es que elegir la profesión de Dios fue el camino para conocer a George Lucas, el impulsor de su carrera, o Ford Coppola, que le dio dos papelitos. Nunca desestimes el poder de un carpintero.

“Irlandés como persona, judío como actor”; “demócrata” en cuanto a la religión. El intérprete era de los que dejaba su sello personal en todo lo que hacía. Y es que en sus películas hay bromas a costa de la cicatriz del mentón o de su destreza en la carpintería; pero también están sus pequeñas grandes aportaciones, como la de contestar “lo sé” a una princesa Leia que le dice “te quiero”; o la de resolver con un disparo la que se presentaba como una larga escena de lucha de sable en el primer Indiana Jones. Anne Heche en la un tanto prescindible Seis días y siete noches le dirá si es uno de esos “tíos diestros”, porque su personaje tiene algo de enjundia gracias a que sabemos de lo que Harry es capaz, que si no…

Pero para películas en las que ofrece todo su potencial de seducción, hay para mi gusto sobre todo dos. Único testigo y Blade Runner. En ambas se muestra a torso descubierto a las féminas de sus amores y la tensión sexual se puede cortar con un cuchillo. ¿Quién se puede resistir a verle bailar y cantar aquello del "Don't know much about history..." con Sam Cooke en la radio? Yo desde luego no. Y más ahora que sé que sólo viaja en aviones que pilota él, que tiene su rancho, que simuló que estaba loco para no ir a Vietnam, que es tan difícil que haga de malo... Harrison, contigo, al fin del mundo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

¡Los Goonies nunca mueren!

Con La isla del tesoro todavía entre los libros de la mesilla, no pocas veces soñé con embarcarme en una aventura parecida de búsqueda de cofres llenos de monedas. Sin pensar todavía mucho en el pequeño problema que supondría para una fémina vivir en ese mundo de hombres -por más que Keira Knightley nos quiera demostrar lo contrario (y volvemos a mi vieja obsesión sobre si existe la mirada femenina y, sobre todo, si se tiene en cuenta)-, yo me veía como el grumete que iba a conseguir ganar mucho más que algunas alhajas del botín.

El género de piratas quiso recuperarse en la gran pantalla a lo largo de los 80 y los 90, pero no hubo manera. Eso sí, en el recuerdo de los más cinéfilos guionistas de esas décadas estaba presente la época dorada en que actores como Douglas Fairbanks, Errol Flynn o Burt Lancaster eran unos pícaros surcadores de los mares. Spielberg fue uno de ellos. Mientras disfrutaba de las mieles del éxito de su arqueólogo Jones, pergeñó una historia de esas que tanto le gustaban: había niños, aburrimiento y algo extraordinario a punto de pasar.

Así surgió la película de toda una generación: The Goonies. De darle forma de guión se encargaría Chris Columbus, más tarde director de Solo en casa; y Richard Donner, el de Arma Letal, la dirigiría. Cumpl 25 años y yo también he podido reírme evocando algunos de sus momentos más graciosos con amigos y compañeros. Especialmente ganaba por goleada el personaje de Gordi (‘Chunk’ en el original) un chico con aptitudes de artificiero: al pobre se le caía casi todo lo que tocaba -acuérdense de la figurita del David de Miguel Ángel perdiendo la parte “que más le gustaba a mamá”- y metía la pata hasta el fondo con los Fratelli. Éstos le pedirían que les contase todo lo que sabía, “desde el principio”, y el chico, claro, les soltaba con lágrimas en los ojos sus bufonadas más clamorosas desde que tuvo uso de razón. Una mina. Sobre todo cuando se juntaba con Slot, el gigantesco ser deforme que parecía homenajear Peter Jackson con su personaje de Gothmog en El retorno del rey.

La mayoría de sus actores debutaban en la cinta y se lucían. Podíamos ver a Josh Brolin, protagonista de No es país para viejos y el George W. Bush de Oliver Stone; o Sean Astin, Sam en El señor de los anillos, recordándoles aquello de “¡Los Goonies nunca dicen muerto!”. Más curtidos estaban el actor vietnamita Jonathan Ke Quan, que ya había debutado en Indiana Jones y el templo maldito y que aquí hacía del ingenioso cachivachero Data; o, sobre todo, Corey Feldman, el niño prodigio que creció fatal. Éste último era una mina de humor con su descaro, sobre todo cuando la madre de los Walsh le pedía que le hiciese de traductor para la asistente que habla español (italiana en la versión doblada) y la engañaba haciéndole creer que la casa era de unos narcotraficantes.

Los Goonies gusta por su concepción de la amistad –me encanta esa incidencia en sacar a todo el grupo en un plano-, su necesidad de búsqueda de aventuras, pero sobre todo por ese intento de evitar que un vecindario desaparezca a manos de un gran resort por falta de dinero. Cuantos echarán en falta que un barco con un tesoro como el de Willy ‘El Tuerto’ venga a rescatarlos…

Artículo publicado en El Confidencial

miércoles, 3 de noviembre de 2010

John Wayne ¿era el mejor?

-“Que sí papá, que sí: John Wayne es la leche y yo todavía no me he dado cuenta”.

Todo el tiempo me lo decía y yo ya me cansé de rebatirle. Eso sí, para fastidiarle le mencionaba que John Ford siempre lo sacó tan bien porque en el fondo estaba enamorado de él. Para muestra un botón. ¿Recuerdan el momento en que aparece por primera vez en La diligencia? La cámara se acerca mientras él hace girar su rifle y no enfoca hasta el final su cara: ahí sí que estaba atractivo. Fue su gran bautizo en la gran pantalla. Ha nacido una estrella.

De andares inconfundibles y más bien seco cuando no era bien dirigido, se convirtió en el gran intérprete del western gracias a papeles como el Ethan de Centauros del desierto -un outsider racista y rencoroso-, o Tom Doniphon -otro outsider- en El hombre que mató a Liberty Valance o Thomas en Río Rojo -¡Ay, otro outsider!, va a ser que el western es más radical que la generación beat, ¡y yo sin enterarme!-, una de las películas con más dobles sentidos eróticos (“Me gusta tu pistola”) que hizo con otro director que le sacó el máximo provecho, Howard Hawks.

Aunque frecuentemente interpretaba papeles a los que les gustaba la violencia más que a un tonto un lapicero -qué fuerte lo de dispararle al cadáver de un indio a los ojos para que no encontrase su paraíso-, de vez en cuando se mostraba encantador. En El hombre tranquilo, le pasaba eso: se tranquilizaba. Todo porque era un boxeador traumatizado que buscaba la paz en su aldea irlandesa de origen y de paso se casaba con la pelirroja del lugar, la encantadora Maureen O’Hara. Esta cinta dio de sí no pocas discusiones con mi padre. Que “mira si es cabroncete `el Wayne´, dándole estopa a la pobre chica”. Que “anda que hacerla andar medio descalza por todo el prado”. Él siempre me contestaba que había que verlo en su contexto, pero vamos, por más que le daba vueltas al asunto no le encontraba lógica.

Más tarde descubrí lo encantadora y romántica, en el buen sentido, que era la película gracias a escenas como aquella bajo la lluvia de la que ya hablé aquí, o el momento en el que manda a la mierda la dote que tanto le ha costado conseguir. Desde entonces sueño con irme al lugar en el que se rodó, Innisfree, como hizo José Luis Guerín en su recomendable documental del mismo título.

Pero volvamos al oeste, el territorio natural de Wayne. Aunque no fue su gran papel, me encanta verle en Tres padrinos junto a Pedro Armendáriz y Harrey Carey Jr. -a cuyo padre Wayne homenajearía tocándose el brazo como él hacía en el fantástico final de Centauros del desierto-; también de capitán en La legión invencible, avanzando entre truenos con su largo guardapolvo, hablando frente a la tumba de su esposa -vamos, que ni Cinco horas con Mario-. Recuerdo alguna viendo junto a mi padre películas que no me gustaban tanto de él: Rio Lobo, El gran McLintock o El ángel y el pistolero.

Aunque me cueste reconocerlo -y más delante de mi progenitor- el bueno de El Duque -el auténtico y no ese sucedáneo televisivo- me hizo pasar tardes gloriosas de cine. Y sí, no he cambiado de idea: John Ford estaba secretamente enamorado de él.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial

lunes, 1 de noviembre de 2010

Hitchcock explica su McGuffin

Al igual que a algunos desmemoriados o con mala cabeza les persigue un alemán llamado Alzheimer, a Hitchcock no se le despegaba un escocés: un tal MacGuffin. Se coló en muchas de sus películas e hizo de las suyas. Cuando pensábamos que el robo del dinero en la primera parte de Psicosis iba a ser relevante para la historia, ahí estaba McGuffin. También cuando en Encadenados se dirigía nuestra atención hacia el uranio que los nazis guardaban en botellas de caldo francés; o en esos continuos desvíos de atención en películas como La ventana indiscreta o Los pájaros. El McGuffin siempre cumplía su cometido: despistar al espectador haciéndole pensar que eso que se nos contaba era importante, para realmente llevarnos por otros derroteros.

En esa gran entrevista con forma de libro en la que François Truffaut inmortalizó al mago del suspense, éste explicaba el origen de tan curioso concepto: “La palabra procede del Music-hall. Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro: ‘¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?’. El otro contesta: ‘Ah, eso es un McGuffin’. El primero insiste: ‘¿Qué es un McGuffin?’, y su compañero de viaje le responde: ‘Un McGuffin es un aparato para cazar leones en los Adirondacks’. ‘Pero si en los Adirondacks no hay leones’, le espeta el primer hombre. ‘Entonces eso de ahí no es un McGuffin’, le responde el otro”.

Toda la historia de traer hasta aquí este elemento narrativo que sirve para crear suspense es este precioso vídeo creado por Isaac Niemand en el que el propio cineasta -su voz está sacada de una entrevista de 1970 para el show de Dick Cavet- lo explica ayudado por una estética Flying Circus. Ahora seguro que les queda mucho más claro. O les confunde. Al fin y al cabo, es lo que importa.


sábado, 30 de octubre de 2010

'Lady Chatterley', de cómo el erotismo lleva al conocimiento interior

David Lean lo hizo en La hija de Ryan. En los encuentros eróticos-adúlteros de la protagonista, algo parecía agitarse en la naturaleza como símbolo externo de un interior en proceso de cambio. Los árboles, la vegetación habla -de eso también podría decir mucho el cine Terrence Malick-, y ahora lo muestra este trabajo de Pascale Ferran, la adaptación de una de las tres versiones que D. H. Lawrence realizó -sin rescribir en ninguna de las ocasiones- de su afamada novela El amante de Lady Chatterley. Basándose en la segunda, que se conoce como Lady Chatterley y el hombre de los bosques, Ferran realiza esta joya cinematográfica, una película poética y sensitiva en la que una señora de clase alta y un guardabosques inician una relación erótica en la que el deseo se convierte en una puerta al conocimiento interior, una entrada -como la verja que separa el jardín del castillo de la zona del bosque- a otro mundo en el que incluso dos personas de diferente clase pueden pensar en una vida juntos. 

Para Ferran esa es la grandeza de esta versión de la novela. También el afán de mostrar un bosque en continua transformación física, con ese cambio de estaciones que tan detalladamente se plasma en la pantalla. La rugosidad de los árboles, unos polluelos que nacen, otros que echan a volar: Lady Chatterley quiere sentirse parte de la naturaleza, sentirse viva, y su deseo solo se cumplirá a través de ese enigmático velador de ese entorno, del que su primera impresión es que le "gusta su cuerpo". Ambos actores están inmensos dando vida a esta pareja, y su progresivo desarrollo interior es tan palpable gracias a la inteligencia con la que poco a poco, sin precipitarse -para en todo momento mantener esa sensación de presente continuo-, se va mostrando cada detalle de la relación. "El arte debe revelar el instante en su pálpito", decía D. H. Lawrence en una carta a Aldoux Huxley, y así se quiere mostrar aquí: cada mirada, cada sonido -con qué detalle está tratado- y, sobre todo,  las manos, son parte esencial del desarrollo del relato.

La película va adaptando su estilo y sus recursos a las necesidades de la historia, de manera que lo que empieza siendo un relato técnicamente muy sobrio se va transformando en una creación ligeramente más libre, más cercano a la nouvelle vague de Rohmer o Truffaut- también en cuanto a su mirada moderna-, si bien nos desconcierta una voz en off que realmente no se necesita.

Pero, aun así, el resultado final es fabuloso, porque Lady Chatterley conecta directamente con la sensibilidad del espectador, por lo que nono cabe duda de que surjan voces discordantes que hablen de su lentitud y excesiva parsimonia. De todo tiene que haber en el mundo de la cinefilia.

Crítica publicada originalmente en El Confidencial.

lunes, 25 de octubre de 2010

El temido final abierto: como la vida misma

Creo que los fans de Perdidos no le tienen mucho cariño. Tampoco los espectadores más cuadriculados, los que esperan que una película ponga todo de su parte; los que se declinan por tener un cine-fórum tranquilo; los que prefieren extras que se limiten a detalles más técnicos que filosófico-existencialistas. Pero, mucho ojo, que también se cuentan como enemigos acérrimos los espectadores devotos del cine clásico de Hollywood -"esos malditos finales franceses", dice mi padre-.

Los finales abiertos han tenido siempre muchos detractores, pero siguen siendo el broche perfecto para ejercicios cinematográficos de todo pelaje. Las sagas, continuadas o no, han dejado buena constancia de la fórmula, con ejemplos tan sanos como El imperio contraataca, El Padrino II, las cintas de Bourne o los últimos Batman.

Sumen también las películas con cierto aliento histórico, perfectas para redondear la jugada, sabiendo como sabe el espectador un poco cultivado lo que se viene encima. Paisajes al fondo de una acción que se terminan metiendo en el relato. Como cuando en Soñadores una piedra lanzada por algún manifestante del Mayo del 68 parisiense rompe un cristal de la casa en la que dos hermanos y un amigo han creado su retorcida burbuja. O como cuando en Apocalipto, después de una aventura muy dramática, una familia indígena se reúne y parece que todo va a volver a su sitio, pero observamos que a esas costas americanas llegan unos hombres con ropajes brillantes y metálicos.

Pero su máximo valedor es, sin duda, el cine de autor, especialista en hacerlos muy incómodos. No sabría decir si el cine de David Lynch –con cositas como Carretera perdida-, de Godard, de Jarmusch, del recientemente desaparecido Chabrol, de Haneke –recuerden la desasosegante Cache- tiene finales abiertos o es que, en general, toda la trama es demasiado libre y eso nos despista. Pero, desde luego, sí que son abiertos y geniales los de la recientemente recuperada La Aventura, de Antonioni, y otras de él como Blow Up, donde el espectador debe entender el juego y devolver la bola; o esos finales bergmanianos que te hunden en la miseria -Persona o El Silencio-.

Ya saben que no hay nada como el cine para hablar de la vida misma, tan imperfecta e inconclusa, y es por eso que el final de algo puede ser el mejor de los comienzos. Me gustaría poder decir, como en ese magnífico pero indeciso final de Blade Runner, “He visto cosas que no creeríais”, y continuar, pero quizá en tiempos tan adversos ya nada es tan increíble que merezca la pena ser contado.

La hija del acomodador cambia de sala (ahora se instala aquí) pero en esas butacas que seguirán siendo un tanto añejas espera seguir contando con todos aquellos que le mostraron su cariño al interesarse por alguna de sus cinéfilas obsesiones. Les espero.

Entrada publicada en El Confidencial

domingo, 24 de octubre de 2010

Cine y vino, un maridaje casi perfecto (y II)

Recomendaciones para complementar el artículo anterior (realizadas con ayuda de Enoteca Barolo):

Entrecopas: Un buen pinot noir de California, que puede ser un Clos Pepe. Si no se encuentra, optar por uno de la misma uva como Citius, de Alta Pavina; o Vinya des more, de Miquel Gelabert; o Mas Borrás, de Miguel Torres. Con un merlot sencillo, pero efectivo, se puede optar por el Arrayán.

Hay una chica en mi sopa: Por aquello del espíritu setentero de la cinta, optaría por un vino juguetón como el sexy wine Corral de Campanas, de Toro. Aunque también barajo las opciones de uno un poco alcohólico -aunque no se note-, pero que gana con el paso de los minutos: El Regajal.

Guerra de vinos: Tomar un buen chardonnay californiano al estilo del Marimar, combinado con un cabernet sauvignon francés, humilde pero efectivo, como el Chellan de Chateau de Segur.

Un buen año: Si tienen la suerte de encontrar un Tempier (que creo que es el que toma el protagonista junto a su tío) sería una buena apuesta. Pero, si no, opten por un vino provenzal como el Chateau de Pierre Pibarnon.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Cine y vino, un maridaje casi perfecto

Las butacas de los cines más exquisitos no suelen tener, por lo general, un lugar para bebidas. Pero en nuestra casa, como amos y señores de lo que nos rodea, no pocas veces una copa de vino se convierte en el acompañamiento perfecto con el que regar una gran película. Eso sí, tiene narices -y nunca mejor dicho- que la pantalla no haya sabido devolver la pasión que muchos le ponemos al tema. Todo ello a pesar de que una legión de tradicionalistas –entre los que se puede contar a mi padre- se empeñan en que el vino tiene que saber a vino y que eso de los aromas a “frutos rojos, regaliz o espárragos” es para darse importancia. Me cuesta reconocerlo pero, visto lo visto, a veces pienso que tiene más razón que un santo. 


Creo que es cosa sabida en el mundillo enológico, que una de las películas que mejor ha sabido reflejar el encantamiento de sus efluvios ha sido Entrecopas. Es perfecta para acompañarla con un buen pinot noir y con un merlot, más normal para experimentar las sensaciones contrapuestas con respecto a las dos uvas de nuestro inteligente pero algo inmaduro protagonista. Estas palabras en boca de Virginia Madsen, resumen la filosofía del buen apreciador de vino: "Me gusta pensar la evolución del vino, como si fuera una cosa viva. Me gusta imaginar cómo fue el año en que crecieron las uvas, si fue un verano soleado o lluvioso... cómo era el clima. Pienso en toda esa gente inclinada, eligiendo las uvas...”.

Recientemente recuperé, gracias al festival Cine Gourland de Getxo, Guerra de vinos, una película que desperdiciaba la historia genial de un británico que organizó en 1979 la que se conoce como Sentencia de París. En ella se hizo una cata a ciegas de vinos franceses contra californianos de uvas cabernet sauvignon y chardonnay, competición que dejó en evidencia a los caldos galos. Es por eso que quizá sería bueno regar este filme con un buen vino del Valle de Napa. También pensando en despistar a la vista con el gusto y el olfato, por aquello de no prestarle mucha atención a una dirección pésima.

Aunque buscando cosas imposibles, no está de más mirar de nuevo a la filmografía de Peter Sellers, el hombre de las mil caras. Si nos acercamos a la cinta Hay una chica en mi sopa, en la que el actor británico daba vida a un experto en gastronomía de la televisión, encontramos un aprieto en el que quizá se hayan visto en su iniciación al mundo del vino. Una divertida Goldie Hawn descuidaba una lección esencial a la hora de catar vino: había que saborear y escupir, porque si no corrías el riesgo de terminar borracha, como así sucedía. Hasta Woody Allen experimentó sus amables bondades acompañado por Diane Keaton en una cata de postín a la que acudían en Misterioso asesinato en Manhattan. Chispa y alegría, que necesitan de vinos capaces de funcionar como un buen postre.

El vino, sabemos, es una afición cara. Por eso no es de extrañar la gran cantidad de empresarios, grandes y pequeños, que han soñado con experimentar las vivencias de Russell Crowe en Un buen año. Muchos lo han cumplido con ayuda del interés creciente por una gastronomía de la que tanto se escribe y se quiere saber. Aunque también en plan ensoñador se planteaba Un paseo por las nubes en su esfuerzo de trasmitir los delicados cuidados que necesitan las vides.

Entrecopas dio en el clavo, pero tenemos sed de más cine maridado con vino. Algún ejemplo que nos descubra la capacidad de la gran pantalla para captar la esencia de tan efímero arte. Aquel en que, para saber si es bueno, “la respuesta está al final de la botella".

Entrada publicada en El Confidencial

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ostras (y caracoles), Tony, llego tarde

¿Serán celestiales los besos que se dé con Marilyn en el más allá? Porque no creo que en ese lugar tenga a Hitler a mano para besarle en la boca y arrepentirse profundamente de haber comparado su opresión labial con la de Monroe. Aunque sus razones tenía: después de tropecientas tomas en Con faldas y a lo loco, la cosa perdía toda la emoción. 


Han pasado unos días desde que Tony Curtis nos dejó. Fue en una jornada en la que España hacía números sobre la huelga, así que los periódicos no hicieron mucho caso a otras cosas. Como hija que tanto le debe a la educación cinéfila de corte clásico recibida por su progenitor, quería acordarme de él, quien, sin ser santo de mi devoción, he de reconocerle algún que otro milagro.

Curtis no nació para ser el protagonista, el gran galán, sino aquel personaje con cierto atractivo que ocultaba no pocas dobleces. Por eso, papeles como el de Fugitivos –que le brindó una nominación al Oscar-, pero sobre todo el de Albert DeSalvo en El estrangulador de Boston le dieron un considerable reconocimiento.

En los dorados años del VHS una persona de mi entorno vivía obsesionada con grabar su filmografía más conocida. No tardó mucho en hacerlo. De hecho, lo que más le costó fue hacer acopio de los capítulos de la serie Los persuasores, que protagonizó junto a Roger Moore. Y es que hemos de reconocer que Tony tuvo una carrera más bien dispersa en la que brilló por encima de todo una película: la mencionada Con faldas y a lo loco.


Ayudado por el gran Billy Wilder, hizo del travestismo un arte y, a pesar de que resultaba difícil llegarle a la suela de los zapatos a su partenaire, Jack Lemmon, llevó los suyos de tacón con una gracia de la que no muchas pueden presumir. La verdad es que ayudaban a completar el cuadro feminizado unos rasgos finos que, por otro lado, también le hicieron muy idóneo para el papel del sensible y tentador Antonino en Espartaco, la otra película que le hizo famoso.

Mientras Laurence Olivier le explicaba aquello de saber apreciar tanto ostras como caracoles en esa escena recuperada hace unos años de las garras de la censura, muchos podían confirmar las posibilidades de una ambigüedad más que evidente que, parece que no se plasmó en vida. Tuvo seis mujeres y la más admirada de ellas fue sin duda la primera: la bellísima Janet Leigh, con la que estuvo casado más de diez años.

Llego tarde. Lo sé. En mi twitter no será lo mismo. Pero sin saber qué más motivos dar para justificarme, traigo hasta aquí las palabras geniales de un guión que se han convertido en el epitafio de Curtis: “Nadie es perfecto”.

sábado, 31 de julio de 2010

Hans Zimmer: el otro secreto de 'Origen'

Adoro a Hans Zimmer. Cuando era adolescente, descubrí en no sé qué programa de radio al estilo de las que se gastaba Ramón Trecet en Radio 3, que estaba detrás de la gran banda sonora de la serie documental Millennium. Fue uno de sus trabajos para el sello Narada, una buena escuela para luego realizar la encantadora y marimbeña You’re So Cool de Amor a quemarropa.

Después de apreciar bastante que Disney solicitase sus servicios, y no los del recurrente y oscarizado Alan Menken, para El rey León -los temas africanos se le dan muy bien-, otro gran momento fue la compra de la banda sonora de La delgada línea roja, en la que algún tema me recordaba a otro grande, Richard Robbins, y que dejó melodías llenas de lirismo y épica, como la fantástica Journey to the Line.

Tengo que traer también hasta aquí esos minutos de entrevista en los que contaba la manera en que compuso algunos pasajes para la película Gladiator. Me pareció uno de esos tipos que se apasiona con lo que hace y se notaba cuando, por ejemplo, explicaba cómo ideó la escena de la batalla y cómo la música explica muchísimo. Eso sí, demostró su capacidad para el autoplagio en Piratas del Caribe, y su Sherlock Holmes me recuerda mucho a algún fragmento de Hasta que llegó su hora, de Morricone.

Ahora parece que alguien ha descubierto uno de sus secretos. Esta semana ha circulado por internet un curioso video (ver más abajo) de nuestro amado y odiado You Tube, en el que se compara su tema principal (que se oye en el tráiler) para Origen, la última locura de Christopher Nolan -con quien ya trabajó en sus dos Batman- con el No, je ne Regrette Rien cantado por Édith Piaf. Tanta repercusión ha tenido que hasta The New York Times le telefoneó para saber qué pensaba sobre tal asunto. Según ha explicado, parece ser que desde el principio fue idea de Nolan que ese sonido insistente del tema de Piaf fuese como una especie de sirena de alarma, y que, si bien sigue esa cadencia, no se basa en la canción ralentizada.

Sea como fuere, Zimmer ha dejado un mensajito para los que creen haber descubierto un lugar escondido en el enrevesado relato: es un elemento de la película “que no tenía que ser un secreto”. Los que crean que esta utilización de una sola nota es plagio, no hagan caso a todo lo anterior expresado; el resto, busquen éste o algún trabajo del pasado, que este chico vale mucho.


sábado, 24 de julio de 2010

Usted no querría trabajar en ellas… en un futuro

Los tiempos que vivimos lo han conseguido. Muchas empresas han logrado que todavía se les odie más aun por sus oscuras prácticas. Pero siempre nos quedará el cine para descubrir que, igual que la vida puede ser maravillosa más allá del arco iris o mientras cantas bajo la lluvia, en ciertos lugares, tu vida profesional puede convertirse en una autentica pesadilla.

Leía hace poco en Pastemagazine.com una selección de grandes corporaciones de cine de ciencia ficción en las que pocos querrían trabajar y era como para hacerse una de esas maratones geniales y salir con energías renovadas a enfrentarse a la gris realidad profesional.

En Alien encontrábamos la Weylan-Yutani Corporation, una compañía tan grande que simplemente se la nombraba como ‘La empresa’. La organización exigía que estuvieses muy preparado para los más variados imprevistos, pues en su ambición no se interponía ni la moralidad, ni la posibilidad de que los tripulantes de sus misiones acabasen destrozados a manos de algún que otro visitante con maliciosas intenciones.

Una auténtica colmena. En Blade Runner, en uno de esos planos generales geniales creados con maquetas, descubríamos un enorme edificio que acogía la Tyrell Corp., en la que fabricaban humanos con fecha de caducidad llamados replicantes. Tenían colaboradores externos dedicados a sus propias cosas: uno que fabrica ojos, otro que se encargaba de su diseño genético… El jefazo jugaba a ser Dios y su ángel rubio se revelaba violentamente. La cosa se le iba totalmente de las manos…

En Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, en el título original) era como una de esas grandes empresas inmobiliarias que son un pufo: pura fachada brillante. A riesgo de desvelarles mucho del asunto (¡spoiler!, ¡spoiler!), en esta compañía entraban ancianos y salían galletas. Lo más bonito eran esas salas en las que se proyectaban imágenes de cuando la tierra era verde y exultante -estamos en un futuro oscuro y sintético- y se escuchaban las melodías más bellas -todo cinéfilo debe asociar inmediatamente sus imágenes a la Pastoral de Beethoven-.

Cyberdine Systems Corp. era la oscura organización de Terminator, en la que se iban acercando peligrosamente a la robotización del ejército. Allí la cosa tampoco estaba como para tirar cohetes, pero me acuerdo también de dos empresas descubiertas en los últimos dos años. Lunar Industries Ltd. era la que jugaba con los sentimientos del único humano que trabajaba en su base de la Luna en Moon, y 'N' Large en la genial Wall-E, tenía a su reserva de humanos cebaditos y engañados para que no volviesen a la tierra, no fuese a ser que la repoblasen…

Queda claro que en las narraciones con aliento futurista la culpable suele ser la empresa, y aquí es donde muchos dirán que a veces la realidad se asemeja demasiado a la ficción…

sábado, 26 de junio de 2010

Si hay que ir… se va a Italia

La llegada del verano me está afectando muy seriamente. Empiezo a necesitar explorar esas lagunas que tiene todo buen amante del arte que sea. Con el calor, vivo una fiebre de películas viajeras, de experiencias casi febriles en lugares abigarrados, de entornos extraños a uno mismo.

El otro día pude ver -¡por fin!- la edición especial de Avalon de La aventura, una de las películas eternamente pendientes de Antonioni. Me quedé impactada. Muchos me dirán que para ellos su cine es como el de Rohmer u otros, de esos de “ver crecer la hierba”, pero, sinceramente: qué pasada. Otros, para quedar bien, en seguida sacarán la coletilla de “cineasta de la incomunicación”, o se acordarán de Blow Up -que, menudo experimento narrativo- y poco más. Pero, como también me reconoció Miguel Ángel Barroso, gran experto en cine italiano y que le dedicó un libro, La noche es la que mejor resume su manera de hacer cine –y la que más me gusta personalmente-.

La aventura, el “reportaje sobre la belleza de Mónica Vitti”, que diría Juan Miguel Lamet, tiene, como la anterior mencionada, ese esteticismo y sensualidad arrebatada que me encanta en ese cine que, aun utilizando un conservador blanco y negro, empieza a perder la inocencia.  También el influjo poderoso de una naturaleza imprevista y un punto clave: el rompedor capricho de cargarse a la protagonista en mitad del metraje sin decir a dónde va…

Pero no me quiero distraer demasiado. Ya saben que para mí mentar ciertas películas es como para Proust mojar la magdalena, por eso, no he podido evitar tener las mismas sensaciones profundas e hipnóticas de cuando vi ese Viaggio a Italia (Te querré siempre en español), ese desasosiego ante ciertas visiones incluidas en la visita turística de la pareja en apuros. Unos sentimientos ciertamente más humanos que el éxtasis estético que despliega Antonioni con sus espacios vacíos, con personajes estratégicamente situados (como muchos dirán, a la manera de De Chirico), como abrumados por el paisaje.

Pero en el séptimo arte, Italia siempre fue un escenario perfecto para, extasiados por la belleza de sus paisajes y sus construcciones inmortales, extraer ese ser verdadero, esas ansias escondidas. Por eso no pocas películas han hecho el viaje hacía ese país de ensueño; de hecho, se podría identificar todo un género dedicado a anglosajones transformados por el influjo de su visita.

Katharine Hepburn en Locuras de verano quizá no quede tan transformada, engañada como queda por los brillos de un falso cristal de Murano; pero sí Lucy Honeychurch en Una Habitación con vistas (por cierto, una muy buena lectura de verano) en ese beso apasionado frente a un paisaje embriagador. Las vacaciones en Roma de Audrey y Gregory, con su paso por las zonas más visitadas de la ciudad eterna, incluida la Bocca della veritá. Luego, cositas más recientes como Bajo el sol de la Toscana, el lugar para volver una y otra vez cinematograficamente hablando. La lista sería interminable.

El paisaje provoca sentimientos; los escenarios llegan incluso a enajenaciones temporales. Italia sigue respirando a través de los fotogramas y, mientras así sea, será imposible no tener alguna vez en la vida la tentación de ir por allí. Sobre todo si se es un buen cinéfilo...

sábado, 29 de mayo de 2010

80 no son nada, Clint

Hace poco descubrí que se había editado en DVD una edición de una película cuya banda sonora giró en el viejo tocadiscos de mi familia. Era La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon), la cinta musical que logró que ese señor de puro, manta zamorana y ojos entrecerrados de las películas que veía mi padre me resultase más atractivo de lo que ya apuntaba precisamente en sus trabajos con Sergio Leone. También fue una cinta que me descubrió que podía ser un príncipe azul de voz adorable –sí, cantaba bastante bien-.

Clint Eastwood entrará en la nómina de estrellas octogenarias el próximo día 31 de mayo y era inevitable dedicarle un poco de nuestro tiempo. Pero no esperen que me ponga a reivindicar su lado blandito en cintas como Los puentes de Madison –que menudo peliculón- o Million Dollar Baby –muy emocionante aunque no tan redonda-, que parece que sería lo que muchos esperarían de mí como fémina -ya saben, parece que por ello siempre vamos a tener mejor predisposición al romance que a la acción-. Ni hablar. Aún reconociendo lo difícil de identificarnos con la mirada masculina imperante (ver ¿Existe la mirada femenina?) en este tipo de cine me declaro devota de películas como La trilogía del dólar, Sin perdón o Escalofrío en la noche -su curiosa ópera prima-. Aunque, eso sí, no me encontrarán del lado de otras cintas como El sargento de hierro, su serie de Harry –a pesar de su dinámico entretenimiento- o Firefox.


Eastwood fue durante unos años un actor eminentemente comercial, pero eso no quitó que en esas épocas hiciera cosas muy interesantes. Don Siegel, uno de sus maestros reconocidos, le introdujo en el opresivo ambiente de El seductor, una de esas películas que merece la pena revisitar para saber que es crear una buena atmósfera. Era genial verle convertido en el objeto de deseo de un grupo de mujeres a las que pensaba manipular a su antojo, para finalmente tranformarse en víctima de sus frustraciones afectivas. Igualmente tengo presente la mesiánica historia de El jinete pálido, el relato de quien llega, ayuda y se va, poco más. Casi nada épico. Más bien austero, pero con un aura irresistible. Y la oscuridad de su Bird quizá haya adormecido a muchos, pero se erige como una gran demostración de amor a la música.

Sensibilidad y aliento clásico, dos ingredientes necesario para labrarse una carrera de cineasta que tuvo en la magnífica Gran Torino sus últimos grandes destellos hasta la fecha. También rescataría, aparte de las mencionadas, cosas como Un mundo perfecto y su amargura y cercanía a Manos peligrosas, o su pequeña gran conexión con el cruel mundo infantil; también la poesía reposada de Cartas desde Iwo Jima. No tanto El intercambio o Mystic River, un tanto telefílmicas; y me deja un poco fría Medianoche en el jardín del bien y el mal.

Eastwood es uno de esos hombres que más que hacerse, se rehacen a sí mismos. Un cineasta que ama el cine y las buenas historias contadas sin estridencias. Aquel que te cuenta las cosas mirándote a los ojos para decirte: "Esto es lo que que hay". Y lo que hay es mucho. Felicidades, Clint, pero no porque cumplas ochenta.