sábado, 27 de marzo de 2010

Siempre daban una de romanos


Mientras para Joaquín Sabina fueron las películas que acompañaron su despertar sexual en el cine en la época franquista, para tantos y tantos espectadores eran las que llenaban sus tardes y noches televisivas en época de Semana Santa. Ahora no se sigue esta costumbre tan al pie de la letra, pero lo cierto es que últimamente no nos libramos de que cadenas como TVE ofrezca por enésima vez Espartaco, o a alguna autonómica le dé por recuperar Ben-Hur, que te llena horas y horas de programación sin que te des cuenta.

La película de Stephen Boyd y Charlton Heston ocupó muchas santas horas de mi pasado, tantas que al final algunas de sus escenas venían a mi mente cada vez que había algo que me inspiraba sentimientos parecidos. Después de haber pasado por algo un tanto duro y ver a los que ahora sufrían lo mismo, me acordaba de ese momento en que Charlton Heston, tras ser rescatado de las aguas junto al oficial romano, observa a través de la trampilla a los que reman en galeras, lo que él tuvo que hacer durante unos años. O cuando alguien me había hecho la puñeta y se me ofrecía la oportunidad de resarcirme , me acordaba de la escena en que Ben-Hur se presentaba ante un muy sorprendido Messala -en un principio amigo pero que luego le arruinó la vida- como hijo adoptivo de un noble romano y le decía: "¿Conoces su sello?", y a continuación, de forma violenta, clavaba un gran anillo en una de esas tablillas de cera.

El doblaje de Heston le hacía parecer un tanto más rudo de lo que sus exagerados gestos de por sí mostraban. Recuerdo especialmente el momento en que su voz española decía a Boyd sorprendido por su cruel actitud aquello de: "¿Lo sabías?". El tonillo era casi cómico. Y es que en todas estas películas el doblaje acentuaba la solemnidad de los parlamentos y también cierta cursilería. Recuerdo a una Deborah Kerr de lo más ñoña en Quo Vadis,  e incluso los personajes de Espartaco. En esta película todos esperabamos con devoción el momento en que los esclavos capturados empezaban a levantarse uno a uno para decir aquello de "¡yo soy Espartaco!". En la cinta con Kerr, Robert Taylor, o en Sansón y Dalila, Victor Mature, demostraban ser esos actores imposibles para los personajes de estas épocas. Pero ahí seguían, dando el callo.

Las autonómicas han programado 300, que parece que ha abierto el camino para recuperar historias de la Grecia y Roma antigua -con permiso de Gladiator, aunque ya se queda un poco atrás- en que los hombres eran muy aguerridos y se dedicaban a exhibir su musculatura (o es eso, o he seguido demasiado de cerca a Terenci Moix y su afición al péplum).

Me enteré hace pocos días que Roma, esa serie de televisión acorde con los nuevos tiempos -sexo y crudeza a mansalva, pero, ojo, todo con una muy sana ironía y regocijo-, se llevará a la gran pantalla, con lo que nos aseguramos que la época de Julio César ya está cubierta. Mientras se prepara, en unos meses irán llegando The Eagle of the Ninth, de Kevin McDonald (director de El último rey de Escocia), que se desarrolla en el año 140.; o Centurión, que, como la anterior, se centra en la novena legión y en una época muy cercana. Me da la sensación que esta cinta empezará a consolidar la figura de Michael Fassbender, el oficial inglés de Malditos bastardos y protagonista de Hunger, todavía inédita en España.

Mientras me froto las manos con la posible recuperación de tan entretenido género, observo en la pequeña pantalla que comienza la escena de las carreras de cuádrigas de la cinta de Wyler y con esa secuencia me quedo como narcotizada, soñando que el cine que venga supere cosas así.


sábado, 20 de marzo de 2010

¡Cómo está el servicio!

Arriba y abajo. Así se llamaba una deliciosa serie de lo más british en la que se exponían las diferencias conceptuales entre los señores y los criados, siempre en lugares que dejaban clara su posición en la sociedad. Abajo estaban las cocinas, las cocheras, las pequeñas y austeras habitaciones de la servidumbre; arriba, los aposentos suntuosos en que se libraban las más despiadadas batallas, ocultas tras una aparente calma y civismo.

Gosford Park fue una de las últimas y suculentas aportaciones. Tenía un reparto espectacular en el que Kristin Scott Thomas no podía ser otra cosa que una despiadada dama de la alta sociedad británica y Clive Owen empezaba a robar escenas como mayordomo de uno de los invitados que llegaban al lugar. La película tocaba todos los palos: desavenencias matrimoniales, ricos venidos a menos, sexo furtivo entre amos y sirvientas, rencores pasados y hasta un asesinato. El desaparecido Robert Altman demostró que se le daban como nadie estos tótum revolútum de historias y personajes, y que en el fondo la zona superior e inferior suele tener las mismas cosas de qué avergonzarse, solo que en este caso, la servidumbre encarnada en el ama de llaves y la cocinera, lo llevaban con mayor dignidad.

“Hay una cosa terrible en este mundo: todo hombre tiene sus motivos”. Se convirtió en la frase más asociada a Jean Renoir, una idea desarrollada en La gran ilusión, pero literalmente sacada de La regla de juego. Hace poco me pude hacer con ella en DVD, una oportunidad que todo buen cinéfilo no podía dejar escapar. En ella se exponían algunas de las paradojas que rodeaban a esa clase enriquecida pero en el fondo hastiada de sus ritos: las cenas de gala, los bailes o la caza, y que encontraba en la búsqueda de amantes la mayor de las aventuras. Mientras, los criados se dejaban llevar por lo inmediato y de vez en cuando les dejaban en evidencia. Pocas veces se vio tal control del espacio: parecía que el director dejase a su libre albedrío a los actores

Una figura siempre enigmática fue el mayordomo. Ese deberse al señor de la casa, compartir sus secretos más íntimos, estar siempre disponible… Hubo algunos que pecaron de excesiva inocencia y devoción, como en el caso del protagonista de Lo que queda del día, encarnado por Anthony Hopkins, que aguantaba sin inmutarse ciertas humillaciones. Parecía que no sintiese ni padeciese, pero, mucho ojo, era solo un libro cerrado que el ama de llaves en la piel de Emma Thompson estuvo a punto de abrir… Otros, en cambio, se mostraron de lo más manipuladores gracias al poder que adquiere el que controla todos tus aspectos vitales, y aquí es donde estremece el papel de Dirk Bogarde en El sirviente, doblegando poco a poco la voluntad de su patrón.

Pero también había vida entre pucheros. En uno de los momentos más regocijantes de la película Celebración -uno de los frutos más frescos que dio el movimiento Dogma-, Ulrich Thomsen, el hijo que acaba de revelar a toda la familia un secreto bochornoso, baja a la cocina, el único sitio donde pudo hablar del tema en su momento. Allí le animan, le defienden y se alegran de que aquello haya salido a la luz.

En el empeño de separar a servidores y servidos hay una tensión y, por lo tanto, mucho que contar. Es algo que tiene que ver con los disfraces que utiliza el ser humano que hace que estas películas siempre sean regocijantes. Algo que nos da que pensar sobre los subterfugios que nos buscamos para seguir sobreviviendo. Motivos, los llamó Renoir, y eso siguen siendo…

sábado, 13 de marzo de 2010

¿Existe la mirada femenina en el cine?

Ay, Kathryn, Kathryn, quién hubiese dicho que te llevarías un Oscar como directora. Todavía me acuerdo cuando se presentó a competición en el Festival de San Sebastián tu película El peso del agua, y la acogida fue todo menos calurosa. De nuevo, te pasabas de seca y cortante. En tierra hostil obró el milagro, pero resulta curioso que el primer premio que se otorga en la categoría de director a una mujer sea para una que haga notar tan poco su mirada femenina ¿Pero existe tal manera de observar?

Muchas teorías se preguntan por qué las mujeres no triunfan tanto en el arte como los hombres, algo que se justifica en el hecho de que la tradición ha hecho que nos acostumbremos a la manera de crear, a la subjetividad masculina, y con la mayor independencia y acceso a la educación de las féminas, lo que éstas empezaban crear parecía chirriar más. Quizá por ello, las pocas que triunfaron estaban más cerca de las formas varoniles. A Bigelow le ha pasado lo mismo.

Parece, desde luego, que existe una mirada femenina, pero la manera más fácil de localizarla en su máxima expresión es a la hora de retratar el objeto de deseo, masculino, principalmente, tan obviado salvo en casos viscontianos o fassbinderianos. En la mitomanía cinematográfica estamos hartos de ver cómo se resalta la belleza de Ava Gadner, de Gene Tierney, de Dona Reed, pero resulta chocante que se ensalcen los atributos de un actor más allá de su capacidad de actuar.


Por eso resulta realmente gratificante descubrir esa mirada a la hora de retratar el erotismo desde otro punto de vista. Jane Campion volcó sobre Harvey Keitel una mirada totalmente femenina cuando lo mostró como inesperado seductor en El Piano; pero me fascina especialmente la manera en que Pascal Ferran tradujo en imágenes las palabras de Lawrence en Lady Chatterley. Nuestra aristocrática protagonista se adentra en el bosque y la visión de la espalda del guardabosques supone un auténtico shock. La mujer dejaba de ser, en casos como éstos, elemento espectacular en la narración para cedérselo al hombre, la cámara se entretenía en otras cosas; pero claro con otro toque que no es precisamente, y volvemos a lo de antes, viscontiano o fassbinderiano.

Interesante el análisis de Annette Kuhn, que en los 80 afirmaba que, a falta de personajes femeninos positivos con los que pudieran identificarse, las mujeres adoptaban el papel del héroe y al no ser la película indiferente a la hora de marcar las diferencias sexuales, creaba no pocos conflictos en la espectadora femenina. Y los siguen creando. La imagen erótica de la mujer es un elemento más del espectáculo, por lo que la identificación es complicada. No éramos las que mirábamos, sino a las que miraban.

A medida que pasa el tiempo nos vamos acostumbrando a otras cosas; la subjetividad femenina empieza a tener su lugar. Pero muy poco a poco. Felicitaciones a Bigelow, pero no será ella quien siga abriendo camino…

Artículo publicado en El Confidencial