sábado, 30 de octubre de 2010

'Lady Chatterley', de cómo el erotismo lleva al conocimiento interior

David Lean lo hizo en La hija de Ryan. En los encuentros eróticos-adúlteros de la protagonista, algo parecía agitarse en la naturaleza como símbolo externo de un interior en proceso de cambio. Los árboles, la vegetación habla -de eso también podría decir mucho el cine Terrence Malick-, y ahora lo muestra este trabajo de Pascale Ferran, la adaptación de una de las tres versiones que D. H. Lawrence realizó -sin rescribir en ninguna de las ocasiones- de su afamada novela El amante de Lady Chatterley. Basándose en la segunda, que se conoce como Lady Chatterley y el hombre de los bosques, Ferran realiza esta joya cinematográfica, una película poética y sensitiva en la que una señora de clase alta y un guardabosques inician una relación erótica en la que el deseo se convierte en una puerta al conocimiento interior, una entrada -como la verja que separa el jardín del castillo de la zona del bosque- a otro mundo en el que incluso dos personas de diferente clase pueden pensar en una vida juntos. 

Para Ferran esa es la grandeza de esta versión de la novela. También el afán de mostrar un bosque en continua transformación física, con ese cambio de estaciones que tan detalladamente se plasma en la pantalla. La rugosidad de los árboles, unos polluelos que nacen, otros que echan a volar: Lady Chatterley quiere sentirse parte de la naturaleza, sentirse viva, y su deseo solo se cumplirá a través de ese enigmático velador de ese entorno, del que su primera impresión es que le "gusta su cuerpo". Ambos actores están inmensos dando vida a esta pareja, y su progresivo desarrollo interior es tan palpable gracias a la inteligencia con la que poco a poco, sin precipitarse -para en todo momento mantener esa sensación de presente continuo-, se va mostrando cada detalle de la relación. "El arte debe revelar el instante en su pálpito", decía D. H. Lawrence en una carta a Aldoux Huxley, y así se quiere mostrar aquí: cada mirada, cada sonido -con qué detalle está tratado- y, sobre todo,  las manos, son parte esencial del desarrollo del relato.

La película va adaptando su estilo y sus recursos a las necesidades de la historia, de manera que lo que empieza siendo un relato técnicamente muy sobrio se va transformando en una creación ligeramente más libre, más cercano a la nouvelle vague de Rohmer o Truffaut- también en cuanto a su mirada moderna-, si bien nos desconcierta una voz en off que realmente no se necesita.

Pero, aun así, el resultado final es fabuloso, porque Lady Chatterley conecta directamente con la sensibilidad del espectador, por lo que nono cabe duda de que surjan voces discordantes que hablen de su lentitud y excesiva parsimonia. De todo tiene que haber en el mundo de la cinefilia.

Crítica publicada originalmente en El Confidencial.

lunes, 25 de octubre de 2010

El temido final abierto: como la vida misma

Creo que los fans de Perdidos no le tienen mucho cariño. Tampoco los espectadores más cuadriculados, los que esperan que una película ponga todo de su parte; los que se declinan por tener un cine-fórum tranquilo; los que prefieren extras que se limiten a detalles más técnicos que filosófico-existencialistas. Pero, mucho ojo, que también se cuentan como enemigos acérrimos los espectadores devotos del cine clásico de Hollywood -"esos malditos finales franceses", dice mi padre-.

Los finales abiertos han tenido siempre muchos detractores, pero siguen siendo el broche perfecto para ejercicios cinematográficos de todo pelaje. Las sagas, continuadas o no, han dejado buena constancia de la fórmula, con ejemplos tan sanos como El imperio contraataca, El Padrino II, las cintas de Bourne o los últimos Batman.

Sumen también las películas con cierto aliento histórico, perfectas para redondear la jugada, sabiendo como sabe el espectador un poco cultivado lo que se viene encima. Paisajes al fondo de una acción que se terminan metiendo en el relato. Como cuando en Soñadores una piedra lanzada por algún manifestante del Mayo del 68 parisiense rompe un cristal de la casa en la que dos hermanos y un amigo han creado su retorcida burbuja. O como cuando en Apocalipto, después de una aventura muy dramática, una familia indígena se reúne y parece que todo va a volver a su sitio, pero observamos que a esas costas americanas llegan unos hombres con ropajes brillantes y metálicos.

Pero su máximo valedor es, sin duda, el cine de autor, especialista en hacerlos muy incómodos. No sabría decir si el cine de David Lynch –con cositas como Carretera perdida-, de Godard, de Jarmusch, del recientemente desaparecido Chabrol, de Haneke –recuerden la desasosegante Cache- tiene finales abiertos o es que, en general, toda la trama es demasiado libre y eso nos despista. Pero, desde luego, sí que son abiertos y geniales los de la recientemente recuperada La Aventura, de Antonioni, y otras de él como Blow Up, donde el espectador debe entender el juego y devolver la bola; o esos finales bergmanianos que te hunden en la miseria -Persona o El Silencio-.

Ya saben que no hay nada como el cine para hablar de la vida misma, tan imperfecta e inconclusa, y es por eso que el final de algo puede ser el mejor de los comienzos. Me gustaría poder decir, como en ese magnífico pero indeciso final de Blade Runner, “He visto cosas que no creeríais”, y continuar, pero quizá en tiempos tan adversos ya nada es tan increíble que merezca la pena ser contado.

La hija del acomodador cambia de sala (ahora se instala aquí) pero en esas butacas que seguirán siendo un tanto añejas espera seguir contando con todos aquellos que le mostraron su cariño al interesarse por alguna de sus cinéfilas obsesiones. Les espero.

Entrada publicada en El Confidencial

domingo, 24 de octubre de 2010

Cine y vino, un maridaje casi perfecto (y II)

Recomendaciones para complementar el artículo anterior (realizadas con ayuda de Enoteca Barolo):

Entrecopas: Un buen pinot noir de California, que puede ser un Clos Pepe. Si no se encuentra, optar por uno de la misma uva como Citius, de Alta Pavina; o Vinya des more, de Miquel Gelabert; o Mas Borrás, de Miguel Torres. Con un merlot sencillo, pero efectivo, se puede optar por el Arrayán.

Hay una chica en mi sopa: Por aquello del espíritu setentero de la cinta, optaría por un vino juguetón como el sexy wine Corral de Campanas, de Toro. Aunque también barajo las opciones de uno un poco alcohólico -aunque no se note-, pero que gana con el paso de los minutos: El Regajal.

Guerra de vinos: Tomar un buen chardonnay californiano al estilo del Marimar, combinado con un cabernet sauvignon francés, humilde pero efectivo, como el Chellan de Chateau de Segur.

Un buen año: Si tienen la suerte de encontrar un Tempier (que creo que es el que toma el protagonista junto a su tío) sería una buena apuesta. Pero, si no, opten por un vino provenzal como el Chateau de Pierre Pibarnon.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Cine y vino, un maridaje casi perfecto

Las butacas de los cines más exquisitos no suelen tener, por lo general, un lugar para bebidas. Pero en nuestra casa, como amos y señores de lo que nos rodea, no pocas veces una copa de vino se convierte en el acompañamiento perfecto con el que regar una gran película. Eso sí, tiene narices -y nunca mejor dicho- que la pantalla no haya sabido devolver la pasión que muchos le ponemos al tema. Todo ello a pesar de que una legión de tradicionalistas –entre los que se puede contar a mi padre- se empeñan en que el vino tiene que saber a vino y que eso de los aromas a “frutos rojos, regaliz o espárragos” es para darse importancia. Me cuesta reconocerlo pero, visto lo visto, a veces pienso que tiene más razón que un santo. 


Creo que es cosa sabida en el mundillo enológico, que una de las películas que mejor ha sabido reflejar el encantamiento de sus efluvios ha sido Entrecopas. Es perfecta para acompañarla con un buen pinot noir y con un merlot, más normal para experimentar las sensaciones contrapuestas con respecto a las dos uvas de nuestro inteligente pero algo inmaduro protagonista. Estas palabras en boca de Virginia Madsen, resumen la filosofía del buen apreciador de vino: "Me gusta pensar la evolución del vino, como si fuera una cosa viva. Me gusta imaginar cómo fue el año en que crecieron las uvas, si fue un verano soleado o lluvioso... cómo era el clima. Pienso en toda esa gente inclinada, eligiendo las uvas...”.

Recientemente recuperé, gracias al festival Cine Gourland de Getxo, Guerra de vinos, una película que desperdiciaba la historia genial de un británico que organizó en 1979 la que se conoce como Sentencia de París. En ella se hizo una cata a ciegas de vinos franceses contra californianos de uvas cabernet sauvignon y chardonnay, competición que dejó en evidencia a los caldos galos. Es por eso que quizá sería bueno regar este filme con un buen vino del Valle de Napa. También pensando en despistar a la vista con el gusto y el olfato, por aquello de no prestarle mucha atención a una dirección pésima.

Aunque buscando cosas imposibles, no está de más mirar de nuevo a la filmografía de Peter Sellers, el hombre de las mil caras. Si nos acercamos a la cinta Hay una chica en mi sopa, en la que el actor británico daba vida a un experto en gastronomía de la televisión, encontramos un aprieto en el que quizá se hayan visto en su iniciación al mundo del vino. Una divertida Goldie Hawn descuidaba una lección esencial a la hora de catar vino: había que saborear y escupir, porque si no corrías el riesgo de terminar borracha, como así sucedía. Hasta Woody Allen experimentó sus amables bondades acompañado por Diane Keaton en una cata de postín a la que acudían en Misterioso asesinato en Manhattan. Chispa y alegría, que necesitan de vinos capaces de funcionar como un buen postre.

El vino, sabemos, es una afición cara. Por eso no es de extrañar la gran cantidad de empresarios, grandes y pequeños, que han soñado con experimentar las vivencias de Russell Crowe en Un buen año. Muchos lo han cumplido con ayuda del interés creciente por una gastronomía de la que tanto se escribe y se quiere saber. Aunque también en plan ensoñador se planteaba Un paseo por las nubes en su esfuerzo de trasmitir los delicados cuidados que necesitan las vides.

Entrecopas dio en el clavo, pero tenemos sed de más cine maridado con vino. Algún ejemplo que nos descubra la capacidad de la gran pantalla para captar la esencia de tan efímero arte. Aquel en que, para saber si es bueno, “la respuesta está al final de la botella".

Entrada publicada en El Confidencial

miércoles, 6 de octubre de 2010

Ostras (y caracoles), Tony, llego tarde

¿Serán celestiales los besos que se dé con Marilyn en el más allá? Porque no creo que en ese lugar tenga a Hitler a mano para besarle en la boca y arrepentirse profundamente de haber comparado su opresión labial con la de Monroe. Aunque sus razones tenía: después de tropecientas tomas en Con faldas y a lo loco, la cosa perdía toda la emoción. 


Han pasado unos días desde que Tony Curtis nos dejó. Fue en una jornada en la que España hacía números sobre la huelga, así que los periódicos no hicieron mucho caso a otras cosas. Como hija que tanto le debe a la educación cinéfila de corte clásico recibida por su progenitor, quería acordarme de él, quien, sin ser santo de mi devoción, he de reconocerle algún que otro milagro.

Curtis no nació para ser el protagonista, el gran galán, sino aquel personaje con cierto atractivo que ocultaba no pocas dobleces. Por eso, papeles como el de Fugitivos –que le brindó una nominación al Oscar-, pero sobre todo el de Albert DeSalvo en El estrangulador de Boston le dieron un considerable reconocimiento.

En los dorados años del VHS una persona de mi entorno vivía obsesionada con grabar su filmografía más conocida. No tardó mucho en hacerlo. De hecho, lo que más le costó fue hacer acopio de los capítulos de la serie Los persuasores, que protagonizó junto a Roger Moore. Y es que hemos de reconocer que Tony tuvo una carrera más bien dispersa en la que brilló por encima de todo una película: la mencionada Con faldas y a lo loco.


Ayudado por el gran Billy Wilder, hizo del travestismo un arte y, a pesar de que resultaba difícil llegarle a la suela de los zapatos a su partenaire, Jack Lemmon, llevó los suyos de tacón con una gracia de la que no muchas pueden presumir. La verdad es que ayudaban a completar el cuadro feminizado unos rasgos finos que, por otro lado, también le hicieron muy idóneo para el papel del sensible y tentador Antonino en Espartaco, la otra película que le hizo famoso.

Mientras Laurence Olivier le explicaba aquello de saber apreciar tanto ostras como caracoles en esa escena recuperada hace unos años de las garras de la censura, muchos podían confirmar las posibilidades de una ambigüedad más que evidente que, parece que no se plasmó en vida. Tuvo seis mujeres y la más admirada de ellas fue sin duda la primera: la bellísima Janet Leigh, con la que estuvo casado más de diez años.

Llego tarde. Lo sé. En mi twitter no será lo mismo. Pero sin saber qué más motivos dar para justificarme, traigo hasta aquí las palabras geniales de un guión que se han convertido en el epitafio de Curtis: “Nadie es perfecto”.