lunes, 29 de noviembre de 2010

Al cine le sienta bien el blanco

“Cae la nieve (…) Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos”. Mientras comienzo a escribir ésta última entrega de mi blog, observo por la ventana, como el personaje de Gabriel Conroy que dice estas bellísimas líneas finales en Dublineses, un fenómeno que me recuerda a alguno de los momentos cinematográficos más inolvidables.

Si la lluvia siempre tuvo un aliento un tanto sensual que el cine supo aprovechar hasta sus últimas consecuencias –y de eso me encantaría hablar largo y tendido en otra ocasión-, la nieve, por el contrario, posee un tono nostálgico irresistible.

La bella luz blanca repartida en pequeños copos en movimiento brilló especialmente en las imágenes de la infancia del eterno Ciudadano Kane. Era el símbolo de la felicidad arrebatada, de la inocencia interrumpida evocada por medio de una bola de cristal de esas de juguete que se agitan y que acaba destrozada por los suelos en el inolvidable comienzo de la cinta de Welles.

Pero, mientras sigue nevando, son también otras las imágenes evocadas. Recuerdo una bella Nueva York invernal en Jennie, un soberbio trabajo en el que William Dieterle daba una lección de romanticismo alejado de cualquier ñoñería caduca. La composición de sus imágenes poseía un inmarcesible aliento artístico, muy en consonancia con la profesión del protagonista, -gran Joseph Cotten-, y sus encuentros con su musa venida de un lugar lejano.

Nevaba en ¡Qué bello es vivir!, en El bazar de las sorpresas, pero también en la indispensable Ser o no ser, con su “invierno de descontento” a causa de la guerra; o en la, quizá peor envejecida, Doctor Zhivago, con su historia de amor bajo cero.

El año pasado, sin ir más lejos, en Asuntos privados en lugares públicos, Alain Resnais utilizaba la caída de copos blancos como elemento de conexión entre sus historias y refuerzo de esas cadenas invisibles que poco a poco iban uniendo a todos los personajes. De otra, más lejana y algo irregular, Oneguin, me acuerdo con placer de la figura recortada contra el fondo níveo de Ralph Fiennes, con ropajes decimonónicos -gran sombrero de copa, abrigo largo-. Era un inquietante –como sólo lo puede ser este actor- ejemplo de la soledad y amargura por el amor perdido.

Aunque la nieve que vea caer es pasajera no lo son las sensaciones evocadas ni la ilusión por que la gran pantalla, en éstas como en tantas otras grandes historias, siga recurriendo a ella como elemento compositivo irresistible, como contrapunto a los estados de ánimo o como fuente de ráfagas de luz blanca cegadora. Al cine le sienta bien el blanco.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Para ser una chica Hawks

Neuróticas, aceleradas, determinantes, decididas. No, no hablamos de alguna de las féminas de Almodóvar –tranquilo, papá-, sino de las de Howard Hawks.

Hay que reconocerlo: podían llegar a ser insoportables. Al pobre de Cary Grant le tenían frito. Recordemos a la hiperactiva y cabezona Katharine Hepburn en La fiera de mi niña o a la empeñada Paula Prentiss en Su juego favorito, o, por supuesto, Rosalind Russell: ¿qué periodista no sueña con mostrar su agudeza y rapidez?

Pero Grant no era el único. También pasaba lo suyo Gary Cooper en Bola de fuego, enfrentado, de nuevo, a la efervescencia de Barbara Stanwyck, una particular Blancanieves que conseguía distraerle del alto propósito de finalizar su querida enciclopedia junto a los otros enanitos. O, cómo no, Humphrey Bogart, enfrentado a la magnética Lauren Bacall dándole alguna que otra lección.

Rompían esquemas sin despeinarse, y eran tan importantes en el devenir de los acontecimientos que, desde luego, iban más allá del habitual papel de comparsa al que se las sometía en el cine de Hollywood. A mí me hubiese gustado ser una de ellas por el simple hecho de saber silbar –que en los conciertos es muy práctico-, aunque siempre me quedará el recurso de tirar de algunas de sus frases más o menos lapidarias. Recuerden, recuerden, en este vídeo resumen...



miércoles, 17 de noviembre de 2010

John Ford, el hombre que miraba a los ojos

“Se están perdiendo las buenas costumbres”, me dice mi padre. “Tanta megalomanía, tanto movimiento de grúa, tanto plano cenital”.

Sé por dónde va. No hace falta que diga más. Ahora me hablará de John Ford, y yo le diré que no se puede estancar ahí, que el cine ha ido probando nuevas cosas y éstas no tienen por qué ser malas... Pero lo cierto es que yo también adoro a Ford. Ya fuese al oeste, a Irlanda, o al Pacífico, siempre tenía algo bueno que contar. Por eso me repatean aquellos que, fascinados por el esteticismo vacío de aronofskys y compañía, le rechazan catalogándolo de “facha”. No tienen ni idea. No han comprendido nada.

Me encantaba especialmente su obsesión por el sentido de comunidad que impregnaban sus películas. Era algo que iba desde el sentimiento familiar, al de camaradería, o el de seguir en alguna población una serie de ritos de unión: bailes, ceremonias o incluso peleas.

Era riguroso, directo, pero también supo evolucionar. Si en Pasión de los fuertes apostó por ser fiel a la realidad al plasmar que el duelo en O.K. Corral duraba cinco minutos –tal como el propio Wyatt Earp le contó-, en El hombre que mató a Liberty Valance, una de sus más altas cumbres cinematográficas, decidió quedarse con la leyenda.

Cuentan que cuando Ford fue a la Screen Directors Guild se definió a sí mismo como “director de westerns”, y así parece que fue para mucha gente, pero llegó más allá. ¿Acaso no recuerdan su magnífica adaptación de Las uvas de la ira o El delator? ¿No se emocionan viendo a Roddy McDowall tocando a los pájaros en su lecho de enfermedad en ¡Qué verde era mi valle!? O, por supuesto ¿no les han entrado ganas de visitar Innisfree, como en su día hizo José Luis Guerín, para conocer el lugar en el que acontece una historia tan tierna como la de El hombre tranquilo?

Si pienso en Ford, me vienen a la cabeza tres escenas: el momento de Centauros del desierto en que el reverendo ve de refilón a Martha acariciar con ternura la capa de su cuñado Ethan; o cuando en La diligencia, tras una descortesía por parte del estirado caballero del sur hacia Dallas, una prostituta, Ringo (John Wayne) le ofrece agua disculpándose de no tener vaso de plata en la que dársela; y, por supuesto, el debate improvisado que se forma en la estación de tren en El hombre tranquilo. Todas ellas son muestra de una ternura y delicadeza infinitas que parece que no cuadran con un cineasta con tanta fama de cascarrabias.

Lindsay Anderson recogía en su documental dedicado a él que una vez uno de los ayudantes de Ford le sugirió al cineasta que rodara la entrada del tren en la estación en El hombre tranquilo desde arriba. Fue todo un atrevimiento porque no le gustaba que le dijesen lo que tenía que hacer, pero al final le dijo: “Cuando hablas con alguien ¿hacia dónde miras?”, era evidente que a los ojos. “Pues así es como ruedo yo”, remató. Poco más pudo añadir.

Acudir a John Ford es disfrutar del cine en toda su esencia, es un baño purificador. El espectador siente que sí, que, como él dijo, le miran a los ojos y con ello reconocen su humanidad. Que no le engañan, que no insultan su inteligencia, haciéndole partícipe de esas pequeñas vidas que desfilan por la pantalla. ¿A que se os había olvidado lo que es eso? Entonces, ¿a qué esperáis para volver a ver una película suya?

sábado, 13 de noviembre de 2010

Adiós a Luis García Berlanga

Un pequeño recuerdo a un grande del cine español, que hoy ha fallecido y que reflejó con humor un tanto amargo una España deprimente. Descanse en paz.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Recuerdo en 'off' de 'Blade Runner'


Cuando me tomo un cuenco de noodles me pasa como a Proust con su magdalena. Pero no es el pasado el que acude a mi mente. Visualizo a Rick Deckard frente a un puesto de comida callejera en ese 2019 de Blade Runner

El caso es que la primera vez que la vi creo que no llegaba a los doce años y una de las cosas que más recuerdo es la escena en la que la replicante Pris sumerge su mano en un gran hervidor de huevos cocidos. Con el tiempo me di cuenta de que había escenas mucho más crudas, como cuando Roy sacaba los ojos a su creador, Tyrell (una cabeza artificial que costó nada menos que unos 10.000 euros).

Contemplando el gran documental de tres horas y media dedicado a todo su proceso de creación -incluido en su versión definitiva, completísima y metálica- me reconcilié con ese director que soñaba con androides y no con billetes verdes. Menudas balls las de Ridley Scott para no amedrentarse ante los productores y seguir luchando por un proyecto en el que se estaba dejando la vida -su hermano Tony, un fanático de la cinta, dice que volcó todo aquello que les gustaba de niños: cómics, ilustraciones...-. Finalmente, esos días de frenética creación y rodaje tuvieron muchas anécdotas, como cuando todo el equipo norteamericano, harto de que Scott –más acostumbrado a los profesionales británicos- no reconociera su trabajo, se pusieron unas camisetas-protesta con frasecitas del tipo "Yes Guvnor [así le llamaba el equipo], my ass".

Como sabrán, la cinta estaba basada en el relato de Philip K. Dick Sueñan los androides con ovejas eléctricas. Con ese material tan profético, Hampton Fancher elaboró el primer borrador y unos cuantos más hasta que pidieron a David Peoples (menos intelectual, más simple) le diera el toque final. Bueno… Casi. Durante el rodaje, muchos fueron los que metieron mano al asunto. Uno de ellos, el más inspirado, fue Rutger Hauer que, totalmente volcado en su personaje, ideó aquello de que “Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”.

El caso es que al final las palabras de Dick habían quedado totalmente transformadas en otra cosa. Un futuro en el que el sentido de la vista era el más apreciado. El mencionado asesinato de Tyrell; la prueba Voight-Kampff que analiza el ojo; Roy que dice que “ha visto” o “te veo” en las escenas finales y cuyo ojo suponemos que es el que sale en una de las versiones; la visita al creador de globos oculares… En fin, que la lista es larga.


Scott versus Ford

Yo me preguntaba durante mucho tiempo: ¿Qué pasaba entre Scott y Harrison Ford? ¿Se llevaban tan mal como dicen? Es aquí donde viene uno de los puntos estrella de los off the record de la cinta. Desde luego que hubo tirantez, pero claro en las entrevistas recientes las cosas se han limado un poco. Al final, cualquiera puede darse cuenta de que en el fondo era un problema de mala comunicación: Scott estaba hasta arriba controlando cada detalle estético y no dialogó mucho con Ford acerca de su personaje, quizá porque confiaba en su experiencia (acababa de rodar el primer Indiana Jones y llamó a Spielberg para que le diese su opinión, que, como imaginarán, era magnífica). Éste no se lo tomó bien y parece que se aisló bastante. No hubo problema: a su personaje le sentó como un guante. Era el perfecto caza-replicantes y el sumun de la masculinidad para muchas féminas. Para mí también.

Era uno de los vértices de un atractivo cuadro interpretativo. Hauer, qué les voy a decir, cortaba la pana; pero en el terreno femenino tampoco se quedaba la cosa atrás. Teníamos, como en la zarzuela, “una morena y una rubia”. Sean Young fue el acertado capricho de Scott, mientras que una jovencísima Daryl Hannah se lo curró de lo lindo para el casting. Inspirada por Klaus Kinski en Nosferatu se presentó hecha un cuadro: ojos ennegrecidos en exceso, cejas exageradas con masilla y unos pequeños movimientos gimnásticos. El papel era suyo.

Pero una de las cosas más apasionantes viene cuando nos muestran todo lo relacionado con la construcción de los planos generales de ese Los Ángeles futuro. Maquetas y más maquetas, dibujos exquisitos y unos cuanto efectos con humo, y se consiguieron momentos impagables, tan alejados del desesperante abuso de una digitalización que todavía se nota demasiado.

Ahora bien, no crean que me voy a despedir sin mojarme en la polémica de si es o no mejor con voz en off. A mí, como a muchos les pasará, me resulta insoportable que después de la impactante muerte de Roy Batty aparezca esa voz diciéndome qué pensar de todo aquello. Por eso, prefiero, sin lugar a dudas, la película sin voz en off. También me rechina ese final entre montañas y claridad, sacado de los restos del rodaje de El resplandor de Kubrick. Sí, me quedo con el Montaje del director, en el que al final Rick Deckard coge un unicornio de papel (el animal que aparecía en sus sueños), se lo guarda en la mano y se va con la chica. Cortante y directo.

No sé qué efecto hipnótico tendrá, pero es de esas películas que no te atreverías a pasar rápido ninguna de sus escenas. Hay que verla íntegra, y, aunque ya sea tarde para ello, si se puede, decir a los que aun no la conocen: “He visto cosas que no creeríais…”.

martes, 9 de noviembre de 2010

Harrison Ford, el macho alfa

-¿Te vienes a ver una de Ford?

-¿Cuál? ¿La diligencia?

-No, papá. De Harrison.

-¡Claro que sí!

Mi padre disfrutaba de sus películas: era el nuevo héroe de sonrisa torcida. Pero yo aun más, rendida como estaba a sus encantos masculinos.
La quintaesencia de la masculinidad veía un amigo mío en su personaje de Han Solo. No estoy tan convencida. Cínico, un tanto infantil –rechista como un niño cuando le llaman "piojoso"-, algo caradura y chuleta. Pues eso, que no estoy tan convencida. Pero, sea como fuere, era el “caradura” que toda fémina pondría en su vida. El tipo que querrías tener a tu lado si la cosa se ponía fea, porque a todo le echaba un par. Adoro ver sus movimientos, su agilidad, en escenas como las de los enfrentamientos en los pasillos de la Estrella de la muerte.


Es que no se puede negar que los papeles de gran destreza física eran lo suyo –algo que en el caso de Indiana Jones le hizo correr muchos percances-. Por eso quizá pensé que en su adolescencia fue una de esas estrellas atléticas de instituto con las que sueña toda chica popular. Me equivocaba. Tampoco fue un buen estudiante, así que parece que pronto se decantó por dar clases de arte dramático, donde encontró su vocación.

Pero a Hollywood rogando y con el mazo dando. O con el martillo, porque lo que empezó como bricolaje casero se terminó convirtiendo en un oficio. La carpintería le reportó ingresos mientras conseguía papeles ínfimos. Hasta debió ver en acción a Antonioni, porque, según parece –yo no he tenido tiempo de comprobarlo-, participó en su muy setentero Zabriskie Point. El caso es que elegir la profesión de Dios fue el camino para conocer a George Lucas, el impulsor de su carrera, o Ford Coppola, que le dio dos papelitos. Nunca desestimes el poder de un carpintero.

“Irlandés como persona, judío como actor”; “demócrata” en cuanto a la religión. El intérprete era de los que dejaba su sello personal en todo lo que hacía. Y es que en sus películas hay bromas a costa de la cicatriz del mentón o de su destreza en la carpintería; pero también están sus pequeñas grandes aportaciones, como la de contestar “lo sé” a una princesa Leia que le dice “te quiero”; o la de resolver con un disparo la que se presentaba como una larga escena de lucha de sable en el primer Indiana Jones. Anne Heche en la un tanto prescindible Seis días y siete noches le dirá si es uno de esos “tíos diestros”, porque su personaje tiene algo de enjundia gracias a que sabemos de lo que Harry es capaz, que si no…

Pero para películas en las que ofrece todo su potencial de seducción, hay para mi gusto sobre todo dos. Único testigo y Blade Runner. En ambas se muestra a torso descubierto a las féminas de sus amores y la tensión sexual se puede cortar con un cuchillo. ¿Quién se puede resistir a verle bailar y cantar aquello del "Don't know much about history..." con Sam Cooke en la radio? Yo desde luego no. Y más ahora que sé que sólo viaja en aviones que pilota él, que tiene su rancho, que simuló que estaba loco para no ir a Vietnam, que es tan difícil que haga de malo... Harrison, contigo, al fin del mundo.

viernes, 5 de noviembre de 2010

¡Los Goonies nunca mueren!

Con La isla del tesoro todavía entre los libros de la mesilla, no pocas veces soñé con embarcarme en una aventura parecida de búsqueda de cofres llenos de monedas. Sin pensar todavía mucho en el pequeño problema que supondría para una fémina vivir en ese mundo de hombres -por más que Keira Knightley nos quiera demostrar lo contrario (y volvemos a mi vieja obsesión sobre si existe la mirada femenina y, sobre todo, si se tiene en cuenta)-, yo me veía como el grumete que iba a conseguir ganar mucho más que algunas alhajas del botín.

El género de piratas quiso recuperarse en la gran pantalla a lo largo de los 80 y los 90, pero no hubo manera. Eso sí, en el recuerdo de los más cinéfilos guionistas de esas décadas estaba presente la época dorada en que actores como Douglas Fairbanks, Errol Flynn o Burt Lancaster eran unos pícaros surcadores de los mares. Spielberg fue uno de ellos. Mientras disfrutaba de las mieles del éxito de su arqueólogo Jones, pergeñó una historia de esas que tanto le gustaban: había niños, aburrimiento y algo extraordinario a punto de pasar.

Así surgió la película de toda una generación: The Goonies. De darle forma de guión se encargaría Chris Columbus, más tarde director de Solo en casa; y Richard Donner, el de Arma Letal, la dirigiría. Cumpl 25 años y yo también he podido reírme evocando algunos de sus momentos más graciosos con amigos y compañeros. Especialmente ganaba por goleada el personaje de Gordi (‘Chunk’ en el original) un chico con aptitudes de artificiero: al pobre se le caía casi todo lo que tocaba -acuérdense de la figurita del David de Miguel Ángel perdiendo la parte “que más le gustaba a mamá”- y metía la pata hasta el fondo con los Fratelli. Éstos le pedirían que les contase todo lo que sabía, “desde el principio”, y el chico, claro, les soltaba con lágrimas en los ojos sus bufonadas más clamorosas desde que tuvo uso de razón. Una mina. Sobre todo cuando se juntaba con Slot, el gigantesco ser deforme que parecía homenajear Peter Jackson con su personaje de Gothmog en El retorno del rey.

La mayoría de sus actores debutaban en la cinta y se lucían. Podíamos ver a Josh Brolin, protagonista de No es país para viejos y el George W. Bush de Oliver Stone; o Sean Astin, Sam en El señor de los anillos, recordándoles aquello de “¡Los Goonies nunca dicen muerto!”. Más curtidos estaban el actor vietnamita Jonathan Ke Quan, que ya había debutado en Indiana Jones y el templo maldito y que aquí hacía del ingenioso cachivachero Data; o, sobre todo, Corey Feldman, el niño prodigio que creció fatal. Éste último era una mina de humor con su descaro, sobre todo cuando la madre de los Walsh le pedía que le hiciese de traductor para la asistente que habla español (italiana en la versión doblada) y la engañaba haciéndole creer que la casa era de unos narcotraficantes.

Los Goonies gusta por su concepción de la amistad –me encanta esa incidencia en sacar a todo el grupo en un plano-, su necesidad de búsqueda de aventuras, pero sobre todo por ese intento de evitar que un vecindario desaparezca a manos de un gran resort por falta de dinero. Cuantos echarán en falta que un barco con un tesoro como el de Willy ‘El Tuerto’ venga a rescatarlos…

Artículo publicado en El Confidencial

miércoles, 3 de noviembre de 2010

John Wayne ¿era el mejor?

-“Que sí papá, que sí: John Wayne es la leche y yo todavía no me he dado cuenta”.

Todo el tiempo me lo decía y yo ya me cansé de rebatirle. Eso sí, para fastidiarle le mencionaba que John Ford siempre lo sacó tan bien porque en el fondo estaba enamorado de él. Para muestra un botón. ¿Recuerdan el momento en que aparece por primera vez en La diligencia? La cámara se acerca mientras él hace girar su rifle y no enfoca hasta el final su cara: ahí sí que estaba atractivo. Fue su gran bautizo en la gran pantalla. Ha nacido una estrella.

De andares inconfundibles y más bien seco cuando no era bien dirigido, se convirtió en el gran intérprete del western gracias a papeles como el Ethan de Centauros del desierto -un outsider racista y rencoroso-, o Tom Doniphon -otro outsider- en El hombre que mató a Liberty Valance o Thomas en Río Rojo -¡Ay, otro outsider!, va a ser que el western es más radical que la generación beat, ¡y yo sin enterarme!-, una de las películas con más dobles sentidos eróticos (“Me gusta tu pistola”) que hizo con otro director que le sacó el máximo provecho, Howard Hawks.

Aunque frecuentemente interpretaba papeles a los que les gustaba la violencia más que a un tonto un lapicero -qué fuerte lo de dispararle al cadáver de un indio a los ojos para que no encontrase su paraíso-, de vez en cuando se mostraba encantador. En El hombre tranquilo, le pasaba eso: se tranquilizaba. Todo porque era un boxeador traumatizado que buscaba la paz en su aldea irlandesa de origen y de paso se casaba con la pelirroja del lugar, la encantadora Maureen O’Hara. Esta cinta dio de sí no pocas discusiones con mi padre. Que “mira si es cabroncete `el Wayne´, dándole estopa a la pobre chica”. Que “anda que hacerla andar medio descalza por todo el prado”. Él siempre me contestaba que había que verlo en su contexto, pero vamos, por más que le daba vueltas al asunto no le encontraba lógica.

Más tarde descubrí lo encantadora y romántica, en el buen sentido, que era la película gracias a escenas como aquella bajo la lluvia de la que ya hablé aquí, o el momento en el que manda a la mierda la dote que tanto le ha costado conseguir. Desde entonces sueño con irme al lugar en el que se rodó, Innisfree, como hizo José Luis Guerín en su recomendable documental del mismo título.

Pero volvamos al oeste, el territorio natural de Wayne. Aunque no fue su gran papel, me encanta verle en Tres padrinos junto a Pedro Armendáriz y Harrey Carey Jr. -a cuyo padre Wayne homenajearía tocándose el brazo como él hacía en el fantástico final de Centauros del desierto-; también de capitán en La legión invencible, avanzando entre truenos con su largo guardapolvo, hablando frente a la tumba de su esposa -vamos, que ni Cinco horas con Mario-. Recuerdo alguna viendo junto a mi padre películas que no me gustaban tanto de él: Rio Lobo, El gran McLintock o El ángel y el pistolero.

Aunque me cueste reconocerlo -y más delante de mi progenitor- el bueno de El Duque -el auténtico y no ese sucedáneo televisivo- me hizo pasar tardes gloriosas de cine. Y sí, no he cambiado de idea: John Ford estaba secretamente enamorado de él.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial

lunes, 1 de noviembre de 2010

Hitchcock explica su McGuffin

Al igual que a algunos desmemoriados o con mala cabeza les persigue un alemán llamado Alzheimer, a Hitchcock no se le despegaba un escocés: un tal MacGuffin. Se coló en muchas de sus películas e hizo de las suyas. Cuando pensábamos que el robo del dinero en la primera parte de Psicosis iba a ser relevante para la historia, ahí estaba McGuffin. También cuando en Encadenados se dirigía nuestra atención hacia el uranio que los nazis guardaban en botellas de caldo francés; o en esos continuos desvíos de atención en películas como La ventana indiscreta o Los pájaros. El McGuffin siempre cumplía su cometido: despistar al espectador haciéndole pensar que eso que se nos contaba era importante, para realmente llevarnos por otros derroteros.

En esa gran entrevista con forma de libro en la que François Truffaut inmortalizó al mago del suspense, éste explicaba el origen de tan curioso concepto: “La palabra procede del Music-hall. Van dos hombres en un tren y uno de ellos le dice al otro: ‘¿Qué es ese paquete que hay en el maletero que tiene sobre su cabeza?’. El otro contesta: ‘Ah, eso es un McGuffin’. El primero insiste: ‘¿Qué es un McGuffin?’, y su compañero de viaje le responde: ‘Un McGuffin es un aparato para cazar leones en los Adirondacks’. ‘Pero si en los Adirondacks no hay leones’, le espeta el primer hombre. ‘Entonces eso de ahí no es un McGuffin’, le responde el otro”.

Toda la historia de traer hasta aquí este elemento narrativo que sirve para crear suspense es este precioso vídeo creado por Isaac Niemand en el que el propio cineasta -su voz está sacada de una entrevista de 1970 para el show de Dick Cavet- lo explica ayudado por una estética Flying Circus. Ahora seguro que les queda mucho más claro. O les confunde. Al fin y al cabo, es lo que importa.