sábado, 31 de diciembre de 2011

Feliz año 2012

Lo mejor del 2011 se ha basado en hacer caso de mi intuición, cuidar la relación con las personas a las que quiero (independientemente de su respuesta), disfrutar de la naturaleza y del silencio y, sobre todo, intentar vivir el presente. 

Ha sido un año complicado en muchos aspectos, pero lo malo ha de quedar atrás. Para el 2012 espero seguir teniendo muy presentes estos cuatro puntos y poder seguir compartiendo vivencias y sensaciones. Y sobre todo no perder la ilusión que me provoca una buena historia a la que extraerle el jugo

La hija del acomodador promete estar más activa el año que viene, aunque sea con pequeñas píldoras cinéfilas y espera seguir estando a la altura de lo que esperan de ella sus lectores.

Feliz año nuevo. Qué lo mejor siempre esté por llegar.

 (Os dejo esta secuencia de 'El árbol de la vida' que es tan maravillosa gracias al intenso 'Lacrimosa' de Preisner)



viernes, 23 de diciembre de 2011

Cine para recordar que es Navidad

Llega el momento de intentar hacer algo acorde con estas fechas un tanto edulcoradas y de paso recuperar el contacto con mis queridos lectores, que os tengo un poco abandonados. Os dejo unas cuantas escenas que me recuerdan lo mejor de la Navidad: la fraternidad, la ternura, pero sobre todo el amor. ¡Que las difrutéis! 

¡Qué bello es vivir! Este año intentaré de nuevo resistir la tentación de verla. Lo he hecho un montón de veces, pero es que es difícil resistirse a esa fabulosa escena de amor con teléfono de por medio.




El bazar de las sorpresas. Esta sí que es una historia que vería todas las navidades y no cositas ñoñas al estilo de Love Actually. Magnífico el momento en que el señor Matussek intenta encontrar a alguien con quien pasar la Nochebuena porque está muy solo. Todos tienen plan, excepto Rudy. Ambos se necesitan y se unen. Enternecedor.





El día de la marmota. Aunque se deberíamos reservarla para el dos de febrero, que es cuando se celebra el Día de la marmota, quién se puede resistir a Bill Murray intentando conquistar de mil maneras a la chica, Andie MacDowell.





Juan nadie. Otro Capra, que queda muy bien en estas fechas y más que nunca ahora que necesitamos unirnos contra los malos. Juan Nadie lo intenta en la figura de un atractivísimo Gary Cooper con el empuje de Barbara Stanwyck, pero es imposible. El final es antológico, en la ficción al menos el bueno se sale un poco con la suya.






Wall-E. Para el final dejo este clásico instantáneo de la animación contiene muchísima ternura también, especialmente cuando encuentra a Eva. ¡Feliz Navidad!


jueves, 3 de noviembre de 2011

La pasión por el cine no necesita título


Una de las cosas que me ha permitido internet es tener la ocasión de conocer mucha gente con la que siento una gran cercanía por la pasión que demuestran por el cine. Personas que escriben maravillosamente sobre ello, aunque no tenga nada que ver con su ámbito profesional. Es algo más que eso: es como su pequeño gran proyecto aparte.

A raíz de mi reciente y pequeña inmersión académica en el asunto, no dejo de maravillarme de la cantidad de personas que defienden sus conocimientos a base de certificaciones, masters, licenciaturas (y aquí podría indignarme hasta decir basta con aquellos que dicen que alguien es inteligente por tener una carrera...). La experiencia me dice que todo está por demostrar. ¿Quién va a saber de cine más: un estudiante de Comunicación Audiovisual o alguien que, por ejemplo, no terminó el bachillerato pero se pasa el día en la Filmoteca, leyendo sobre directores y más que vivir la vida vive el cine? Yo lo tengo claro. 

Ahora parece que sabes de algo si hay un certificado que lo acredite, si lo has estudiado de una manera reglada. Es el absurdo. Cuánta gente obsesionada en conseguir la más alta cualificación ha ido demostrando que fuera de ese ambito es incapaz de tener la más mínima curiosidad por un tema; son incapaces de disfrutar conociendo algo por el simple placer personal de ver hacia dónde les lleva, a qué otros campos le conduce. Solo necesitan reafirmación exterior, necesitan algo a cambio. Esos conocimientos son una vía, nunca un campo en el que abandonarse y disfrutar.

Mis padres no pudieron terminar en su día sus estudios básicos, pero gracias a ellos conseguí ver mucho cine. Westerns clásicos con mi padre y películas más sesudas gracias al afán autodidacta de mi madre, que en su día quedó tocada con 'El séptimo sello' de Bergman o 'El sirviente' de Losey. Puede que por eso nunca me haya deslumbrado la brillantez de los títulos académicos (en los que en la mayoría de los casos interviene el factor "tener dinero para pagarlos")  y sí el obstinado empeño autodidacta de muchos que tuvieron que dedicarse a salir adelante trabajando sin recibir mucho a cambio, pero que aun así no descuidaron sus inquietudes.

En una sociedad obsesionada con certificar valías varias hay que saber tomarse tiempo para apreciar a las personas por su desarrollo interior y por su capacidad para, a pesar de las dificultades y de la estupidez galopante que nos rodea, dejar que algo que les apasiona sea la mejor excusa para no dejar de aprender nunca.

sábado, 8 de octubre de 2011

El tren siempre se 'sale' en la pantalla

(Recupero la temática ferroviaria con motivo de mi participación en el debate de cine en 13TV acerca de Asesinato en Orient Express el domingo 9 de madrugada)

Recuerdo que no hace mucho volví a verla. Era una escena de despedida en una estación en la que un hombre subido a un vagón de tren tomaba la mano de una mujer que se despedía de él desde el andén. El sentido contacto acababa cuando la máquina se ponía en marcha y se alejaba como un nuevo símbolo de una oportunidad de felicidad que no supo aprovechar.

Era La tía Tula, una de las mejores películas que ha dado nuestro cine y una de tantas veces en las que el tren se convertía en un elemento vital en el desarrollo de una película. Desde que los Lumière sorprendieran con su pieza de la llegada de una locomotora a una estación, el tren se sale en la pantalla.

Me encanta que suceda, porque adoro viajar en este medio de transporte, pero lo cierto es que casi siempre su traqueteo, el sonido de su silbato han tenido connotaciones un tanto dramáticas. Pero hay, como siempre, honrosas salvedades. Buster Keaton consiguió sacar lo mejor de él en El maquinista de la general (maravilloso ese momento en el que se sienta en el mecanismo que acciona la rueda). En Los hermanos Marx en el oeste los vagones quedaban pelados al grito de “¡Más Madera!” y tan exitosa prole hizo una pequeña escena musical en Una tarde en el circo, cantando aquello de “Lidia, Oh Lidia, what enciclopedia…”. Y, por supuesto, en Con faldas y a lo loco se ofreció uno de los momentos más celebrados: el de la fiesta improvisada de Lemmon y Marilyn.


Pero, vayamos al drama. Uno de esos momentos inolvidables con tren de por medio era la bellísima escena de Breve encuentro, una película que tenía como telón de fondo una estación. Celia Johnson pensaba por un instante en tirarse a las vías y la cámara subrayaba el terror de su rostro con un movimiento desequilibrante.

Hitchcock, qué voy a decir que no sepáis, hizo de él un escenario fantástico. Muy buenas sensaciones proyecta la muy adorable Alarma en el expreso, pero hubo otras como Extraños en un tren, adaptando a Highsmith, o Con la muerte en los talones y ese muy picantón tren que entra en el túnel.

Acordaos de la magnífica El tren, de Frankeheimer, con un incansable personaje en manos de Burt Lancaster. O de El puente de Cassandra, con Richard Harris haciendo méritos junto a Sofía Loren en otra cinta de catástrofes. También es parte importante en cientos de películas de vagabundeo, como Juan Nadie o Los viajes de Sullivan.

¿Y qué decir del paso del tren en El espíritu de la colmena o de ese precipitado pero poético final de Las zapatillas rojas? Tampoco hay que olvidar Trenes rigurosamente vigilados, de Jiri Menzel. Perteneciente a una cinematografía tan desconocida como la checa, tenía un beso interrumpido con el toque del silbato realmente insuperable. Haced memoria con Lawrence de Arabia andando por encima del vagón mirando su sombra; o con la llegada a Innisfree en El hombre tranquilo, con toda esa maravillosa y fordiana cháchara; o de la escena de El golpe... Del western no hablo: habría que dedicarle todo un artículo. A lo mejor lo hago.

El tintero se queda lleno de títulos, pero menciono por ultimo dos más recientes. El fabuloso comienzo de El asesinato de Jesse James, con el bandido moviéndose entre las sombras antes del atraco al tren: así nacen los mitos. Y más cercana aún, El secreto de sus ojos y su pequeña pero vital escenita de despedida. O todavía más: Código fuente, una película que le debe demasiado a El día de la marmota.

El tren seguirá siendo una fuente inagotable de placer en el cine. Para mí, el paso de vagones es como el del movimiento de fotogramas a una distancia que no nos deja ver su contenido: un misterio al que siempre desearé acercarme.

martes, 20 de septiembre de 2011

'El árbol de la vida', el 'más allá' de Terrence Malick

Para aquellos que acuden al cine como si aquel fuera un lugar sagrado, las películas de Terrence Malick pueden ofrecerles la mejor de las experiencias. Pero sin fe no se produce el milagro y la fe implica predisposición: es un salto sin red. Con El árbol de la vida lo de la fe entra especialmente en juego. Y no sólo porque nos encontremos ante su trabajo más personal, y por tanto más discutible -esos espectadores que se marchan en mitad de la proyección son un suma y sigue-, sino también porque el sentimiento, digamos, religioso está muy presente y se convierte en irritante elemento para gran parte del patio de butacas: ¿cómo conseguir la empatía con el espectador más lógico y racional? ¿Con el más molesto por culpa de una educación que te mete el cristianismo con calzador? Espinoso asunto, desde luego, pero los prejuicios -al menos es lo que suelo hacer- se deben dejar a la entrada del cine.

Malick lleva en esta ocasión a su cine unos pasos más allá: su maravillosa capacidad de ir de lo particular a lo universal -o demostrar su tensión- o su obsesión panteísta se muestran aquí más exacerbadas que nunca. El cineasta norteamericano plantea una historia acerca de la lucha de la vida por abrirse paso, de cómo los más fuertes siguen adelante, pero también de la presencia de una gracia, una capacidad de amar, de compadecer y dejar a un lado nuestra naturaleza, que nos hace criaturas divinas. El viaje es arduo, inquietante: desde una familia que vive un gran drama hasta el comienzo de los tiempos. Un gran salto, una gran elipsis que nos retrotrae a la de 2001, una odisea del espacio. Un viaje magnificado con un brutal tema musical: ese Lacrimosa del Réquiem que en su día Preisner dedicó a Kieslowski. Si la música tiene a veces mucho poder en el cine (ver Cine con buena nota), aquí lo demuestra. Es inútil seguir tragando palomitas: bienvenido a la comunión total con la pantalla. Reserva, plebeyo, esa mala costumbre para atronadoras propuestas que ocultan tu ruido y deja disfrutar al resto de silencios tan significativos como los que aquí se dan.


Tras ese gran salto, volvemos a la familia. Si algo resulta subyugante en esta cinta es la narración de la infancia de estos hermanos a través de un conjunto de movimientos, de gestos, de reacciones hacia dos polos opuestos: un padre que los constriñe, que les encierra en un rígido círculo de normas y una madre que expande su mundo hacia el exterior. Pocos han podido mostrar tan bien ese intento de un niño de abrirse paso en el mundo, de contener su poder sobre otros, de intentar empezar a manejar su frustración. Magnífica la credibilidad de los actores.

Si el espectador supo aprender las lecciones de sus dos películas anteriores, la magistral La delgada línea roja y la hipnótica El nuevo mundo, sabe que ha de acudir al cine con un espíritu contemplativo. El cine de Malick es el "yo persigo una forma" de Rubén Darío, y tú has de querer lo mismo que el director. Y en ese seguimiento de sus ondulantes movimientos, de magníficas grandes angulares, has de abandonarte definitivamente.

Después, hacia el final, nos despertaremos del sueño y pensaremos: ¿había necesidad de ser tan reiterativo en cuanto a lo trascendental de estas criaturas que vagan por la playa? ¿No quedan esas conexiones entre las historias un poco sueltas? ¿No le falta peso al personaje de Sean Penn? Pero el premio ya lo hemos conseguido antes y felices abandonamos esa sala en la que hemos constatado que el cine puede ser una gran experiencia mística.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Antonio López: lo que la verdad esconde

No se dejarán de oír comentarios como el tan traído "parece una fotografía". Las salas estarán llenas de conversaciones, muchas de ellas muy poco discretas debido al éxito de público que abarrota la muestra. La promesa de paisajes o rostros identificables en sus cuadros o en sus esculturas parece que otorga cierta tranquilidad al espectador de arte menos curtido en sus múltiples posibilidades. Antonio López gusta y el Museo Thyssen de Madrid ha conseguido hacer de su muestra una de las citas culturales ineludibles de estos meses.

A muchos les apasiona la verdad: la ciudad que conocen representada, lo bien que está reflejada la luz de una bombilla, las viandas dentro de una nevera, la carita de esa niña en ese cuadro o en esa escultura. Pero lo que esa verdad esconde es cierto vértigo y tensión; el hastío de lo que ocurre entre los momentos álgidos del día; el misterio insondable de un rostro, de un cuerpo. 

Eso es lo que encontré en la muestra del artista de Tomelloso: una realidad inquietante, una expresión muy sincera que me tocó la fibra sensible. Ese hombre y esa mujer esculpidos están mostrando tanto de sí mismos... Sobre todo ella, con una postura que traduce una profunda tristeza. Las serias féminas de López parecen haberse rendido a la existencia que les ha tocado vivir solo en apariencia, porque ocultan una vida interior muy intensa. Ensimismadas, pero sin perder el contacto con la tierra, bien colocadas en su hábitat. Las figuras masculinas son rotundas y más dialogantes con la realidad. No es de extrañar que acabase trabajando con Víctor Erice en El sol del membrillo, porque el cine de éste último, su manera de reflejar los silencios de la realidad, es muy cercano a López. Esa protagonista de El sur, maravillosa película a la que volver de vez en cuando, muestra que la infancia y luego la adolescencia son muchos callados instantes e incertidumbres, no esa idílica edad que tantas veces se cree ver.

Sus interiores con luz artificial parecen haber captado lo latente, lo que está en suspenso. Luces amarillentas que te sitúan ante una cotidianeidad de la que quieres escapar, como en el Ensayo sobre el cansancio, de Peter Handke: "...el cansancio de estar en una habitación, en las afueras de la ciudad, solo; el "cansancio de la soledad". También invitan a huir esas vistas de la ciudad de Madrid, que se muestran como laberintos que encierran pequeñas particularidades; una gran masa engullidora pero fantasmagórica e irreal. 

¿Es buena idea llevarse alguna reproducción de la muestra a casa? No, esta vez no. Hasta el color de Delaunay quedaría afectado por el trabajo de López y tener cerca algo de Balthus ya es suficiente.

sábado, 3 de septiembre de 2011

'La piel que habito': Almodóvar ha creado un Frankestein, pero algo también falló

Vaya por adelantado que siempre me costó conectar con el universo Almodóvar y cuando lo he conseguido ha sido en los trabajos en los que su humor surrealista está más presente o en pequeños momentos en los que demuestra la rendición de sus personajes al mundo del arte (esos momentos de emoción ante el espectáculo de Pina Bausch en Hable con ella, por ejemplo).

Con la intención de emprender nuevos caminos, el cineasta no ha dejado de desconcertar al espectador, sobre todo con cintas como La mala educación o Los abrazos rotos, que han engrosado inevitablemente las filas de sus detractores. Pero no se le puede negar es que es un autor con una mirada muy definida y una estilizada manera de mover la cámara de la que pocos pueden presumir.

Esa mirada fabulosa está en La piel que habito, otro trabajo destinado a separar al público que lo contemple. Uuna película que no podría ser elegida para coronarle en Cannes definitivamente por más que la dirección del festival se empeñase. Y digo esto porque para empezar los elementos más propiamente almodovarianos no funcionan. Esas frases con tono despectivo que tanta gracia dicen sus personajes femeninos en otras ocasiones, aquí cojean. Ese personaje estrambótico salido de la nada y disfrazado de tigre se muestra como un capricho innecesario para dar color al minimalismo del paisaje. 

Ese paisaje, ese fondo resulta demasiado calculado y medido: ahora utilizo a Alice Munro, después saco de refilón a Cormac McCarthy y luego me centro en las obsesiones de Louise Bourgeois, tan a tono con la historia. De esta manera da la sensación de que estamos ante un cirujano, al estilo del protagonista, uniendo trozos de sus últimas obsesiones artísticas, sin que lleguemos a una idea realmente interesante ¿Qué queda? ¿Qué se oculta detrás de toda esa operación? ¿Qué hay de la psicología de la protagonista? ¿Cómo es su relación con su cuerpo? ¿Y que sabemos del maquiavélico doctor? Prácticamente nada.

Almodóvar nos atrapa en el esteticismo de su mirada en manos de José Luis Alcaine y reforzada con la fantástica música de Alberto Iglesias. Fascina por momentos, pero como un humo que ciega nuestros ojos para evitar que veamos que en el fondo no hay personajes por más que Antonio Banderas, Elena Anaya, Jan Cornet y Marisa Paredes hagan un esfuerzo interpretativo encomiable; que no hay una estructura firme y que sus saltos temporales son irregulares y no necesitan sobretítulos: solo restan magia.

Definitivamente, la escritura del director manchego no está a la altura de su realización. Sus libretos, sean más o menos brillantes, siempre mejoran al ser dirigidos por él y nadie podría exprimirlos mejor. Y es por eso que aunque falle el fondo, aunque no me convenza, es una película que sigo teniendo en la cabeza, que me sugiere y por eso recomiendo verla con mente abierta y con ganas de sacarle el jugo. Aunque su concepción, como la de Frankestein, sea un auténtico prodigio, pero finalmente falle el cerebro.

sábado, 27 de agosto de 2011

'Robin Hood, príncipe de los ladrones': una reconciliación con la adolescencia

El otro día me decidí a revisar Robin Hood, príncipe de los ladrones aprovechando que se emitía en la televisión. Fue una de esas películas que en mi adolescencia me empujó a ir cada vez más al cine, a considerarlo una evasión maravillosa y poco a poco obsesionarme con otras cosas que ya estaban en mi cabeza por las sesiones de tele en blanco y negro que de pequeña había disfrutado, sentándome cada vez más y más cerca de la pantalla para así alimentar mi miopía.

El caso es que en su momento y en las veces sucesivas que me aproximé a ella, nunca fue en su versión original, así que tenía curiosidad de cómo serían realmente momentos del guión que parecían ridículos. "¡Me muero!" decía malamente el hermano de Lady Marian a Robin al comienzo de la cinta, algo que siempre me chirriaba, y claro, la cosa sonaba diferente en inglés, también en otras situaciones. Así fue como, con la tontería del V.O., me fui reconciliando con una cinta que había desdeñado posteriormente como pecado de juventud.

Kevin Costner era lento para un personaje tan jovial, tan ágil como Robin Hood, pero no pesaba al conjunto gracias a la eficacia de Kevin Reynolds, que, aunque torpón en las distancias cortas, no se defendía mal en la acción. Lo demostró en la maltratada Waterworld, y desde luego en la ayuda que le prestó a Costner en sus primeros pasos tras la cámara.

Lo que sí que queda claro es que con el paso del tiempo tiempo te das cuenta de que el personaje que rompe la pana es el de Alan Rickman. No hay quien se resista a su malo sacándose los paluegos mientras sus soldados quieren rematar con flechas de fuego a los habitantes de los bosques;  ni a la risa que despierta dentro de las murallas cuando se le escapa el héroe y lo paga con uno de los guardias, debajo del que su capa queda apresada y se enjirona cuando tira de ella; que le habla a un niño acerca de su infancia terrible. Tampoco se debe olvidar la cara de fastidio que pone cuando Robin aparece de la nada. Es excesivo, pero no te cansa: Rickman es un actorazo.

En aquellos años se notaba que en Hollywood se pensaba cada vez más en las féminas como parte de la acción y no solo como objeto de deseo. Y no porque les hubiese entrado de repente una conciencia feminista. Desde luego que no. Ahora buscaban que las espectadoras fuesen encantadas a ver esas películas de acción que en un principio les atraían más a ellos. Lady Marian es valerosa, sabe usar la espada y, lo mejor de todo, no le corresponde a ella bañarse desnuda y ser contemplada.

Es una cinta sin una tonalidad concreta, un mix de ingredientes disparatado, y, por ello precisamente, muy divertido. No olvida esa inocencia jovial de cintas clásicas como la de Errol Flynn o El halcón y la flecha con Burt Lancaster, pero sin perder cierta sensibilidad moderna: pequeños chistes ("¿Quiere que espere aquí? ¿aquí exactamente?" dirá Robin con sorna), un poco de cinismo (ese del que Harrison Ford fue adalid para Lucas y Spielberg), además de introducir los valores de la cultura árabe en manos del personaje de Morgan Freeman -muy en su sitio, como siempre-, demostrando la ignorancia de los cristianos respecto a la óptica, la canalización del agua... Todo ello sin evitar incorrecciones para cabrear a los historiadores, que si no, no es lo mismo; y sin olvidar, como en las nuevas cintas de aventuras que vinieron después, ese discursito en pro de la gran palabra: "libertad".

Costner no supo divertirse, fue incapaz de soltarse, pero en su momento era lo que me gustaba de la cinta. Ahora son otros detalles los que me gustan. Sobre todo esa capacidad que tiene el relato de reírse de sí mismo, esa falta de solemnidad, esa ligereza que la convierte en una de aventuras con la que entretenerse sin más. Nada menos que eso.

sábado, 13 de agosto de 2011

Tras un mes de camino...

Tras unas semanas alejada de la actualidad y de los ordenadores, vuelvo al blog. Estuve un mes caminando hacia el fin del mundo y la experiencia fue increíble. Muchas horas de vagabundeo trajeron a mi cabeza mucha música, pero dos canciones principalmente: sonaba el I'll Be Gone de Tom Waits cuando por la mañana emprendía el camino y se oía algún gallo de alguna granja cercana, y recordaba el precioso Walk With Me del último Neil Young, Le noise, cuando encontraba gente con la que merecía la pena andar.  

Pero mi paso por zona de meseta, con esas explanadas doradas y ondulantes, me recordaron especialmente los compases de Badalamenti para Una historia verdadera. No es de extrañar: ese empeño de Alvin en emprender un largo camino a bordo de su cortadora de cesped es parecida a la locura de seguir caminando, algunos días hasta 35 kilómetros, para ir acercándote a una meta, en principio, lejana. Ir encontrándote gente con todo tipo de problemas, compartir experiencias, sufrir alguna que otra penuria, perderte de mala manera, hallar mejores y peores compañeros de viaje, demostrarte que aunque estás hecho polvo puedes con otros diez kilómetros más... Todo ello constituye la esencia de una buena aventura.

Al caminar prolongadamente te diluyes en una especie de abstracción en la que tus piernas tienen vida propia y empiezas casi a mezclarte con el paisaje. Como cuando en la muy particular Gerry, de Gus van Sant, sus protagonistas se convierten en sombras vagando sin rumbo."¿Qué le gusta del desierto?"- le preguntarán a Lawence de Arabia-. "Que no hay nada" -responderá él-. 

Es andar. Es el viento. Es el sonido de los pájaros. Es el calor. O el frío. Cuando vuelves a la carretera maldices todo lo habido y por haber, pero pronto hay un camino que te adentra en la naturaleza y de nuevo es posible perderse. Fue una gran experiencia.



viernes, 24 de junio de 2011

Recuerdos de cine de verano

Mi padre, ordenado y clásico, las detesta. “Son un caos”, me dice.  Normal. Allí no hay ticket que valga: es sálvese quien pueda. 

Las pantallas de cine al aire libre no tardan en aparecer en cuanto llega el verano, pero, que me perdone mi progenitor, yo no puedo evitar asociarlas de manera irremisible a mi infancia. 

Me llevaba mi abuelo o mi madre y gracias a ellos vi todo tipo de cosas con el fiel acompañamiento del crujir de pipas, llantos de un niño o comentarios en alto.
 
En los pueblos había clásicos: o te ponían una de Bud Spencer y Terence Hill o alguna de Manolo Escobar. Sin ir más lejos me acuerdo de su escena cantando Mi carro, no sé si En un lugar de la Manga, mientras una fémina muy repintada se emocionaba mientras era retratada con uno de esos travellings de acercamiento un tanto ridículos -que ya sabéis que lo de enfatizar mediante movimientos de cámara bruscos no se inventó ahora-. A mí todo aquello, por más pequeña que fuese, me parecía de lo más hortera, pero invitaba mi abuelo, que era un tanto roñoso, así que, como en Ciudadano Kane, era una oferta que no se podía rechazar.

En otra ocasión acudí con mi hermana a ver algo muy diferente, La cosa, de John Carpenter. Ella disfrutaba cuando yo lo pasaba mal –era de las que gustaba de asustarme a la mínima ocasión- y tengo que reconocer que la película se me quedó en la cabeza mucho tiempo. Cosas como aquella del tipo que se convertía en una especie de arácnido era de las que no se olvidan. Con la ayuda de otro título fantástico, Alien -que también vi al aire libre-, me di cuenta de que había un cine capaz de inventar nuevos mundos ¿Recordáis aquel momento en que Ripley (Sigourney Weaver), después de lucir su larga anatomía en ropa interior, se ha de enfrentar al monstruo y para tranquilizarse empieza a cantar You Are My Lucky Star? Siempre, siempre, me viene a la cabeza. Su poesía te da que pensar acerca de Ridley Scott ¿Cuándo perdió su toque?
 
Me acuerdo que una noche de mucho calor vino al pueblo en el que veraneábamos uno de esos cines ambulantes de sabana cutre y película raída. Eso sí que era grindhouse y no el de Tarantino. Nos pusieron una italiana del tipo de las que se rodaban en Almería, y el celuloide daba más saltos que sus intérpretes a caballo. Había mucho sudor, algo de erotismo, muchos tiros y un doblaje que inducía a eso: a pegarse uno. Te sentabas en el suelo de la plaza y te aprovisionabas con palomitas de colores, chucherías y una buena botella de agua. En estos casos, la película era lo de menos.
 
Con el tiempo me dejaron de gustar. Ya sabéis, llega un momento en la vida de todo cinéfilo en el que te vuelves un sibarita. Inflarse a frutos secos en el cine deja de tener encanto, las sillas son duras y la gente no para de hablar. Lo que era pasárselo pipa se convierte en un tostón. No obstante, intento no perder la costumbre de ver algo al aire libre. Cuando llega el verano, intento pasarme por el cine Doré de Madrid, la sede de la Filmoteca. Cualquiera se resiste a ver un buen clásico aire libre. No está mal que de vez en cuando se consigan ver tantas estrellas en el cielo de la capital.

viernes, 17 de junio de 2011

'Un cuento chino': por obra y gracia de Ricardo Darín

Para todo cinéfilo que huye del taquillazo convencional y gusta de un cine más ligado a la realidad cotidiana, el estreno de una película del actor argentino Ricardo Darín puede suponer un pequeño remanso de felicidad. Más allá de las muchas o pocas virtudes de la dirección, de si el argumento es más o menos convencional, su sola presencia es un potente imán.

Un cuento chino, la comedia que estrena ahora, no escapa de esa máxima, pues si bien nos encontramos ante una cinta con momentos discutibles, el sustento de final de todo el trabajo tiene que ver con un Darín en estado de gracia metido en la piel de un tipo un tanto obsesivo, pero genial en sus lamentos vitales. Todo ello sin quitar valor a unos planos que dejan hacer a sus actores y a unos diálogos austeros, pero muy contundentes, que configuran perfectamente la personalidad del protagonista y los secundarios, muy bien utilizados.

Sin embargo, a la dirección de Sebastián Borensztein le faltan recusos a la hora de abordar la importancia de elementos simbólicos como el que finalmente se manifiesta, y se muestra un tanto torpe con el comienzo con la vaca, o con los recuerdos de la guerra, mal introducidos.

Pero ¿nos van a quitar sus defectos el buen sabor de boca? Ciertamente, no. La sensación que deja Un cuento chino es bastante buena. El magnetismo Darín anula las malas ondas.

martes, 14 de junio de 2011

En algún momento hay que hacerse la lista...

En la vida de todo buen cinéfilo siempre llega ese momento en que alguien te pregunta cuál es tu película favorita. Me quedo en blanco. Sobre todo porque mucha gente espera que digas un título muy conocido y cuando sueltas, yo qué sé, algún trabajo raro de Kieslowski, de Tourneur, de Herzog o cualquier otro, se quedan un tanto chafados.

Dispuesta como estoy siempre a poner un poco de orden en mi vida -algo que al final nunca consigo- he decidido hacerme la lista de una vez por todas; una enumeración que seguro irá cambiando continuamente -y aquí tiro de la excusa que pone todo aquel al que se le pregunta-, pero al menos hay que intentarlo. Aquí va la lista:

Amanecer. Esta película nunca se escapa. Me encanta cómo la historia se pone del revés tras una maravillosa e inesperada huida hacia la ciudad.

Sopa de ganso. No me canso de ver a los Marx y no me cansa su humor absurdo, aquí más afinado que nunca. Las escenas de guerra son de traca.

L'Atalante. Me parece una película bellísima y con un erotismo sutil fantástico. Es además una historia en movimiento, a bordo de un barco, así que más puntos a su favor.

El bazar de las sorpresas. No me cansaré nunca de verla, al igual que muchos otros títulos geniales de Lubitsch. Me encantan las líneas de Margaret Sullavan y los secundarios son fantásticos.

La diligencia. Otra historia en movimiento. John Ford nunca puede faltar y elijo este título por esos detalles encantadores que ponen en evidencia a los pretendidamente caballerosos; que rebelan las necesidades de formar parte de una comunidad, aunque sea improvisadamente. Además, la presentación de John Wayne no puede ser mejor.

El ángel exterminador. Impresionante metáfora buñueliana con una carga crítica brutal de la que Woody Allen saca una buena escena en su última película. No hay nada mejor que estar horas y horas en un sitio, sin que nadie se decida a marcharse, y soltar que "esto se parece a El ángel exterminador".

La palabra. Te deja, y nunca mejor dicho, sin palabras. Su poder de fascinación, su fuerza y poesía y, sobre todo, la carnalidad dentro del milagro final.

Otra mujer.
Ante todo encuentro muchísima verdad y muy dolorosa en los fotogramas de esta película de Woody. No me cansaré de verla y siempre recordaré ese "has de cambiar tu vida" extraído, si no me esquivoco, de un poema de Rilke.

Rojo. Me fascina Jean-Louis Trintignant, del que también me quedo con Mi noche con Maud o El conformista. Me encanta haciendo de juez retirado. También adoro a Irene Jacob desde La doble vida de Verónica (otra que metería en esta lista de favoritos). Me gusta su simbolismo, su delicada puesta en escena, su toque mágico final.

La delgada línea roja.
Me pone la piel de gallina su lirismo, acentuado con la ayuda de una música de un Hans Zimmer en estado de gracia. No es una película de guerra al uso, es un canto a la convivencia en comunión con la naturaleza. Sin dudar de su excesiva defensa del buen salvaje y el roce con el ridículo del soldado que piensa en su mujer, me conquistan momentos como aquel en el que el protagonista mira el rostro de un muerto y se pregunta acerca de sus cualidades humanas, o el absurdo absoluto de la guerra ejemplificado en el encuentro de la compañía estresada con el indígena tranquilo.

Y una vez elegidas todas estas, siento que he sido infiel a muchos títulos. Fuera de este top ten se han quedado títulos que hubiese puesto en otras circunstancias: El viento, Luces de ciudad, Y el mundo marcha, Al este del Edén, Breve encuentro, Cuentos de Tokio, Las zapatillas rojas, La noche del cazador, Te querré siempre, El sur, Network, 2001, una odisea del espacio, El cielo sobre Berlín, Opening Night,  Mulholland Drive, Master & CommanderAdaptation, Yi-Yi... y muchas, muchas más. ¿Cuáles son la vuestras?

jueves, 9 de junio de 2011

'Pequeñas mentiras sin importancia', un verano para olvidar

Antes de que a Kenneth Brannagh le embargase más la ambición que la emoción, regaló trabajos como Los amigos de Peter, una película coral sobre una reunión en torno a un personaje con malas noticias. Siguiendo ese modelo o el de otros trabajos como el Reencuentro de Kasdan, la otra cinta clave sobre  viejos amigos pasando unos días juntos, llega esta película francesa de Guillaume Canet dispuesta a meterse al público en el bolsillo con la eterna historia de asumir responsabilidades a cierta edad e ir dejando de lado esa juventud en la que todo valía.

Con muchas personas desde luego que lo conseguirá. No se puede negar sus ganas de conquistar:  personajes para todos los gustos, problemáticas de índole sexual, situaciones cómicas, momento emotivo final y, como guinda, una banda sonora llena de temas golosos. Pero
la suma de estos ingredientes resulta, a mi juicio, agotadora: la maldita insistencia en sobrecargar con música muchas escenas y alargar el metraje en exceso, alimentan especialmente la sensación.

El relato se muestra irritante por lo manido de sus situaciones y por lo poco que cuida a sus criaturas, tan dejadas a su suerte, tan poco redondeadas, por lo que llegados a un final pretendidamente emocionante, poco hay que hacer.


A
Pequeñas mentiras sin importancia le falta garra y un poco de complejidad, a la que se apunta irregularmente con ese pequeño simbolismo de ese animal que se cuela y molesta entre las cavidades de una casa pretendidamente tranquila y estival; como aquellos que se reúnen como si nada nuevo pasara, mientras en el interior de cada uno de ellos la culpa y otros males les carcomen. Es un verano para olvidar.

domingo, 5 de junio de 2011

Lo confieso, soy marxista

Mi padre se ha enterado y le ha dado un pasmo.

-Que no papá, que no. Que no me he vuelto marxista a la manera de Karl -en todo caso, no se lo contaría...-, sino a la de Groucho, Harpo y Chico.

Creo que se ha quedado más tranquilo. No me extraña. Fue él quien me inició en sus películas. Bueno, él y esas sesiones de sábado por la tarde cuando sólo había dos canales y -¡milagro!- en los dos había cosas que ver. Recuerdo que una temporada les dedicaron un ciclo. Todavía babeo. Ya estuvieran en Casablanca, en el oeste o en el circo, su humor absurdo me hacía reír a carcajadas

Por más que pase el tiempo, no dejan de hacerme gracia, si bien es cierto que con la llegada del vídeo les fui un poco infiel. Lo confieso: cuando llegaban los melosos números musicales de la historia paralela a la suya cogía el mando y me volvía implacable. La cinta que más sufrió este desgaste fue Una noche en la ópera, pero es que hay que reconocer que la historia de los dos amorosos cantantes de ópera era un tanto insoportable.

Aun así no dejé de ver sus películas una y otra vez. Tanto las revisitaba que cuando surgía una situación parecida a la que vivían los Marx, no dudaba en soltar alguna de sus frases. La gente me miraba raro porque no entendían a cuénto de qué venía el supuesto chiste. Si había alguién un tanto chungo me acordaba de aquello de Un día en las carreras: “menudo tutti-frutti está usted hecho”. Si abrazaba a alguien muy fuerte le decía :“Como te siga abranzando así me voy a salir por la espalda”. O si alguien me invitaba, no dudaba en decir: “Está bien, le sacaremos el jugo a la empresa”. Y así tantas más.

Había unos momentos especialmente deliciosos cuando la actriz Margaret Dumont, que hacía siempre de señora ricachona, era camelada por Groucho. Siempre intentaba llevársela a su terreno para mantener su trabajo o conseguir dinero para la empresa de sus amigos. Los tres le hacían tantas perrerías dentro y fuera de la pantalla que todavía me resulta milagroso que esta señora siguiera con ellos. Aunque, ¿quién hubiese sido tan fiel a ella como lo fueron los Marx?
También me divertían mucho los momentos de humor un tanto infantil de Harpo y Chico, siempre intentando ganarse las habichuelas a base de aprovecharse de los demás, por lo general, las empresas de Groucho. Harpo me resultaba desternillante en Sopa de ganso cuando metía los pies en el tanque de limonada del que le había quemado su puesto de palomitas; o, sobre todo, en la escena del espejo falso en la que se disfraza de Groucho con camisón hasta los pies e intentaba imitar todos sus gestos.

El humor de los Marx era el triunfo de lo sencillo. La risa surgida ante situaciones adversas. El disfrute de sus pequeños chistes con los dobles sentidos lingüísticos -qué difíciles de traducir, y aun así qué bien doblados estaban-. Por eso, cuando estoy un tanto triste, pocas cosas me animan tanto –bueno, de acuerdo, con excepción de Cantando bajo la lluvia-. Volver a verlos, es regresar a una dulce infancia. Son el eterno retorno.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial

lunes, 30 de mayo de 2011

Como lágrimas en la pantalla

Como lágrimas en la lluvia o como sonrisas de felicidad bajo ella. Una huida bajo su efecto para finalmente refugiarse y llegar a un cálido beso, o, directamente, escenas de gran dramatismo y muestras de emoción bajo ella. El fenómeno atmosférico ha lucido como pocas cosas lo han hecho en la gran pantalla, sobre todo asociada a momentos emocionalmente muy potentes. Capaz de cambiar o acelerar situaciones, sus efectos son inagotables.

Quizá los minutos lluviosos más sublimes de la gran pantalla son los que firmó el gran John Ford en varios de sus trabajos. A bote pronto me acuerdo de dos. En Pasión de los fuertes, Wyatt Earp en la magnífica planta de Henry Fonda tapa con su chaqueta el cadáver de su hermano menor muerto a manos de uno de los Clanton. El momento es sublime y emocionante, como cuando en El hombre tranquilo John Wayne besa por primera vez a la pelirroja Maureen O´Hara. Todo en un escenario único: las ruinas de una iglesia celta con viejas lápidas. Sin duda es una de las pocas escenas en las que El duque -el genuino- pudo ser sexy: su camisa blanca se le pegaba al cuerpo por culpa del agua que le caía encima.

El que ha demostrado ser uno de sus alumnos con el paso del tiempo, Clint Eastwood, aprendió bien la lección y no se olvidó de algún que otro aguacero en varias películas. ¿Quién no recuerda el momento cumbre de Sin Perdón? William Munny llega al salón y planta cara al cacicoide de Gene Hackman, todo ello con un gran chaparrón de fondo que presagia un final dramático. Escalofriante también era el momento de Los puentes de Madison en el que el personaje de Meryl Streep decide entre el amor fou que le ofrece ese fotógrafo interpretado por Eastwood o quedarse en la seguridad de su hogar aparentemente equilibrado. El actor y director se plantaba bajo la lluvia demostrando que no sólo de pistolas vive el cine.

Las precipitaciones también precipitaron, valga la redundancia, algunos instantes románticos del cine de Woody Allen. En Manhattan, un gran aguacero lleva a sus protagonistas a refugiarse en el planetario, algo que da lugar a uno de los instantes más regocijantes y bellos de su filmografía. En la más reciente Match Point, le vió posibilidades y la utilizó en la escena en la que Jonathan Rhys Meyers cae rendido a los rotundos encantos de Scarlett Johansson. Así, ambos retozarán sobre la campiña inglesa mientras la lluvia les empapa. 


¿Qué hubiese sido del final de Blade Runner sin la lluvia? Poca cosa. Este momento no se pierde “como lágrimas en la lluvia”, sino que se fija a nuestra retina como un poderoso imán. El ángel caido Roy Batty demuestra su poder al salvar la vida del que le quiere dar caza, Rick Dekard. Un último gesto que le hace más grande y que necesita de la textura de las gotas deslizándose por su rostro. Estremecedor. 


Y por último, vuelvo a su faceta más amorosa para acordarme de la reciente Lady Chatterley, una película francesa que os recomiendo encarecidamente que veáis si quereis descubrir cómo se puede tratar de una manera sublime la visión femenina. En un momento, los dos amantes se desnudan bajo la lluvia representando ese bautismo hacia una nueva vida que quieren llevar alejados de convenciones sociales. 


Y quedan más, muchas más. Me acuerdo del final de Desayuno con diamantes, o del principio de La doble vida de Verónica o de la felicidad en Cantando bajo la lluvia, y así tantos momentos más que dejan en ridículo la frase: “como el que oye llover”.  Porque, tenlo claro: si oyes o ves llover, es que algo muy grande está a punto de ocurrir... al menos en el cine.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial

viernes, 27 de mayo de 2011

'Nowhere Boy', un retrato poco melodioso de John Lennon

Al igual que un buen relato, una canción que vale la pena mantiene el interés del oyente hasta el final, tiene coherencia y también momentos contundentes: ese solo magnifico, esa parte que de repente cambia el sentido de la canción, esa honestidad intachable.
Lo que plantea Nowhere Boy se queda, salvo pequeños e interesantes destellos, en melodía sosa. Más allá del interés de acercarnos a los años más jóvenes de John Lennon y a cómo empezó a cogerle gusto a la música –dentro de lo cual lo más interesante es asistir a los primeros roces con Paul McCartney-, esta película tiene poco más que ofrecer.

Hay una sencilla duda que asalta con el visionado de la cinta: ¿Por qué recuperar ahora su historia? Muchos dirán: “Es que se conoce poco de su pequeño drama familiar y cómo el dolor le curtió para luego crear cosas tan importantes”. Sería la mejor explicación, visto lo visto, pero no es la que se desprende de este trabajo de Sam Taylor-Wood, directora  preocupada en aferrarse a un dramatismo mal calibrado, en enumerar datos de la biografía de Lennon, para finalmente descuidar el sentido  del conjunto.
Todo ello demuestra una carencia de discurso más que evidente. A la película le falta alma, le falta atención a esos detalles que hacen que los personajes se enriquezcan. También un protagonista con más matices que los que aporta el atractivo Aaron Johnson. Por suerte está Kristin Scott-Thomas para aportar peso y credibilidad, sin despreciar tampoco el esfuerzo de Anne-Marie Duff como madre de John, aunque en su caso se demuestra especialmente el poco tino de Taylor-Wood a la hora de perfilar las distintas personalidades aquí descritas, algo de lo que parte de culpa recae en el lineal guión de Matt Greenhalgh.
Nowhere Boy demuestra, por tanto, ser una historia destinada a ilustrar a los curiosos de la música en general -su publicidad así lo afirma: “John Lennon. Conoces su nombre. Descubre su historia”-, pero también un ejercicio condenado a la indiferencia de los que buscan ese algo más que hace que una película se quede grabada en la memoria. Como una buena melodía que se volverá a tararear con gusto una y otra vez.

martes, 24 de mayo de 2011

Usted tiene ojos de cinéfilo fatal

Todo cinéfilo tiene un problema de sobrepeso. Y no en sus carnes -que, a veces, también-, sino en sus estanterías. No en vano suele ser muy común que su afición vaya unida a un incurable Síndrome de Diógenes que le lleva a recortar afiches, guardar carteles, fotografías o pósters que nunca podrá colgar en las paredes de su casa, precisamente porque ya están invadidas por las mencionadas estanterías. Y en ellas no sólo guardan películas. No. Todo cinéfilo de los de verdad deviene en un cultureta que no hace otra cosa que acumular libros y libros que en muchos casos no puede leer: ver cine le quita bastante tiempo.


Viven agobiados a causa de su gran aprensión –si no, ¿cómo iban a vivir el cine?-. Les satura estar tan rodeados de tantas cosas, pero sin embargo no pueden dejar de adquirir más y más películas que quizá no vean más de un par de veces. Con el tema de los extras tienen la mejor excusa para hacerse con tantos títulos. Y es que ¿cómo perderse entrevistas con sus protagonistas, documentales sobre su diseño, sobre su banda sonora o cortometrajes inéditos de sus directores? ¿Cómo no descubrir en el Así se hizo algunos secretos de las escenas más impactantes? ¿Cómo, en definitiva, no adquirir más y más conocimientos?


En no pocas ocasiones he podido comprobar que una conversación de dos aficionados al cine deriva en una enumeración de títulos en la que gana el que más se haya visto. Y si estos se dicen en su idioma original, mejor que mejor. Porque un cinéfilo quizá no pueda mantener una conversación en inglés, pero no fallará a la hora de hacer saber al angloparlante de turno cuáles son sus películas más preciadas. Bueno, eso en el caso de algunos porque he venido notando que en la generación de mi padre se tiende a decir JJJicok o al JJJames Estuar. Aún así su curiosidad les convirtió en verdaderas enciclopedias de cine andantes. Y eso que ellos no tenían internet con su imprescindible imdb. ¡Pobres!


Cuando se mudan es una odisea. En el suelo descansa esa película que les llevó a los bosques de Sherwood, esa otra con la que cazaron en África, y aquella en la que nunca se olvidan de ese apasionado beso de amor. También la que les hizo llorar como magdalenas por la injusticia que cometían con los protagonistas, o la que les hizo reír hasta la extenuación cuando los personajes se disfrazaban para engañar a los enemigos. Hay que cuidar esos ejemplares: son un pedazo de su ser; son los otros maestros vitales.


Parece que tienen ojos pequeños, pero no os llevéis a engaño: es la pronunciada miopía la que hace que sus lentes produzcan ese efecto. Se pasan el tiempo viendo "cosas que no creerías", y eso termina pasando factura. 


Así es un cinéfilo fatal. No tenemos solución.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial

viernes, 20 de mayo de 2011

'Tournée', un canto a la vida errante y a sus asuntos pendientes

Seres capaces de deslumbrar en la puesta en marcha y ejecución de espectáculos, de brillar y hacer que otros lo hagan, pero que tras las bambalinas, en su vida personal, demuestran ser un desastre. Así es el protagonista de esta Tournée que nos lleva de gira con una compañía de nuevo burlesque por tierras francesas, un trabajo por el que Mathieu Amalric recibió el Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes.


El propio Amalric se reserva el papel principal, el productor que trae este espectáculo desde Estados Unidos. Otro de esos maravillosos personajes en fuga que tanto gustan al cine francés; uno de esos seres que intentan poner un poco de orden a las cosas pero se empeñan en equivocarse sin remedio; un nuevo Hamlet a quien también el teatro retrasa sus asuntos pendientes. Un tipo que ya conocemos: como el propio actor reconoce, se inspira en el Cosmo Vitelli de The Killing of a Chinese Bookie, de Cassavetes, cineasta al que se rinde con pasión, más si nos acordamos de esa más esquiva pero efervescente Opening Night.


Tournée es fresca y muy vital, y es la respuesta de calidad al intento de plasmar el mismo mundo de sensualidad más o menos refinada en manos de Cher y Cristina Aguilera. Aquí se cuece todo entre bambalinas, solo asistimos al espectáculo de estas mujeres dignas de Fellini parcialmente. La vida es el verdadero show: con sus problemas de desubicación, de falta de afecto, de búsqueda de seguridad.


Es, además, un doble juego de realidad y ficción, ya que en la base de todo el proyecto hay un director que trata de poner orden en su película a un conjunto de verdaderas actrices de burlesque. Hay mucha improvisación y un juego de contrastes entre, como describe el propio Amalric, "un hombre tenso y unas chicas relajadas", y si bien a veces no terminen de entenderse ciertos ensimismamientos, ciertas reacciones, el conjunto es delicioso. Un canto a la vida errante del que se nutre de los aplausos y despide ese mismo perfume a madera de los grandes escenarios.

viernes, 13 de mayo de 2011

'Midnight in Paris': para volver a amar el cine de Woody Allen


“Me parece que siempre seré feliz allí donde no estoy”. Esto que decía Baudelaire se ha encargado de corroborar Woody Allen película tras película. El espejismo de una vida mejor que se muestra en una película con un héroe atractivo y romántico que ojalá fuese real; en una persona, una pareja que hemos observado que parece muy feliz; en un entorno acomodado que creemos que nos libraría de una existencia llena de incertidumbres; o, como en este último trabajo que ahora se estrena, en la efervescencia creativa del París de los años 20.

Midnight in Paris es una declaración de amor a la Ciudad de la Luz, a su capacidad de atraer a tantos artistas que a lo largo de décadas hicieron de ella su residencia. Un homenaje que se merecía el traslado de su fecha de estreno europeo desde el habitual otoño a la primavera con el objetivo de enseñarla en el mejor festival de cine en Francia, y, mal que les pese a muchos, del mundo: Cannes, cuya 64º edición ha dado comienzo esta semana. Más aún cuando estamos ante un trabajo que nos devuelve su tono más nostálgico y tierno: el del cineasta rendido a las charlas intelectuales, pero que mira con sorna la pedantería; el mismo que gusta de visitar rastrillos llenos de objetos antiguos y que es aficionado a los pequeños chistes políticos –aquí a costa del Tea Party estadounidense-. Pero ante todo el creador que sabe utilizar como nadie elementos mágicos de una forma irresistiblemente cómica.

Estamos ante un ejercicio sencillo del que es preferible no contar mucho de su dinámica para que el regocijo sea mayor. Un relato muy bien ejecutado que devuelve a la gran pantalla frases nuevamente geniales: a costa del surrealismo, del Valium, de la figura de Hemingway o Dalí... Un divertimento que juega de nuevo con los tópicos asociados a una cultura, a una ciudad como París de la que nuestro romántico protagonista espera recibir el pack de experiencias que toda guía de viaje que se precie no dejará de reseñar: el aire bohemio del lugar, su multiplicado encanto bajo la lluvia, o su poder inspirador.

Hay en las interpretaciones una gran corrección, si bien nuestro héroe en manos de Owen Wilson no resulta muy carismático, y no se saca todo el jugo a la presencia de Carla Bruni –quizá es que no daba para mucho más- o a la del muy estimable Michael Sheen –presente en The Queen o El desafío: Frost contra Nixon-. Pero Allen parece pensar que ya experimentó bastante en los últimos años –recordad Cassandra’s Dream o Vicky Cristina Barcelona- como para salirse del tiesto, y se muestra decidido a prestarle a París su lado más amable y afectuoso.

“Cualquier tiempo pasado fue mejor”, parece pensar, a la manera de Manrique, el protagonista de Midnight in Paris. También los fans de Woody al ver los derroteros por los que ha tirado su cine. Pero dentro de un presente que le ha situado geográficamente en Europa, el realizador ha conseguido con esta una de sus obras más notables: la que más sonrisas cómplices despertará en el patio de butacas. Ha llegado la hora de la reconciliación.

Correría descalza detrás de Gary Cooper


Hace poco lo volví a ver. En un periódico de gran tirada publicaban su foto como uno de los platos fuertes de una exposición de Edward Steichen para Vogue. Ahí estaba él, un tanto repeinado y vestido de traje de chaqueta con un pañuelito blanco en la solapa. Su rostro de perro bonachón le hacía accesible, pero su mirada, sus labios y su percha inigualable para un hombre tan alto como él, le convertían en uno de los actores más irresistibles que han desfilado por la gran pantalla.

Gary Cooper siempre fue uno de los que más me hizo suspirar, sobre todo en su etapa más temprana –por eso mi fotito de cabecera de él no sería como la que utilizaba Mercedes Sampietro en Gary Cooper que estás en los cielos, en la que estaba más talludito-. Yo también haría como Marlene Dietrich y me arrancaría mi collar de perlas y correría tras él por el desierto aunque tuviera que ir descalza. Bueno, a lo mejor estoy exagerando, pero lo cierto es que en la estilizada Marruecos comprendía a la perfección a la alemana rindiéndose al amor fou. Si fuera enfermera, también me enamoraría sin remedio de él, como hizo Helen Hayes en Adiós a las armas, el sumun del romanticismo. Sobre todo en ese final desolador.

Cooper siempre me pareció de esa gran estirpe de actores de Hollywood que quizá no terminaban de entender la idiosincrasia de sus personajes, que no comulgaban con la intelectualidad de guionistas o directores, pero sabían dar carisma a todas sus interpretaciones. Tanto que quizá no pasaban de interpretar el mismo papel con pequeñas modificaciones, pero era un placer sin fin.


Ejemplificaba a la perfección al hombre impasible y de principios. Por eso quizá una de sus películas más emblemáticas sea Juan Nadie, donde se convertía en un héroe a su pesar y donde nos costaba verle de vagabundo: su elegancia natural le delataba. Pero quizá la película que primero venga a la cabeza de muchos sea la de Solo ante el peligro, que ponía al desnudo la cobardía de una comunidad incapaz de ayudarle a plantar cara a unos delincuentes en busca de venganza. En ella sólo le podría ayudar la bellísima Grace Kelly, una pareja cinematográfica que no podía estar más a su altura.

No me digáis que se pueden resistir a su presencia en la divertida Bola de fuego haciendo de profesor despistado, o intentando comprar un pijama sin pantalones en ese soberbio arranque de La octava mujer de Barbazul. También rodeado de misterio en la arquitectónica El manantial, o en la febril Beau Geste, haciendo otra vez de legionario.

Trabajó con los mejores, aunque quizá no en sus películas más emblemáticas: Billy Wilder (Ariane), Ernst Lubitsch, Howard Hawks, William Wyler, Josef von Sternberg, William A. Wellman, King Vidor o Frank Borzage. Fue un gentleman... norteamericano, que, sin pararnos a rebuscar detalles escabrosos de su biografía, hizo suspirar a millones de mujeres de muchas generaciones.

A mí también me pasó. Y me sigue pasando. Le veo en el desierto otra vez de uniforme y no puedo evitar pensar en seguirle.

Homenaje al actor en el 50º aniversario de su muerte. Artículo publicado originalmente en El Confidencial

viernes, 6 de mayo de 2011

‘Tokio Blues’, del sentimiento trágico del amor y la ligereza de la vida en general

Emprender el camino de la adaptación cinematográfica de una novela muy exitosa es una empresa condenada a encontrar un abultado grupo de lectores descontentos, por más que el resultado sea bueno. Pero no es lo que parece pasar con Tokio Blues, surgido de la pluma de Haruki Murakami y trasladado a la gran pantalla por el vietnamita Tran Anh Hung, el único capaz de conseguir el beneplácito del escritor japonés, empeñado en que el celuloide no podía tener química con su creación.

No se equivocaba Murakami en su elección, pues el responsable de la bellísima Pleno verano o de El olor de la papaya verde, comparte con el escritor ese gusto por el apunte sencillo que consigue el máximo de realismo. En Tokio Blues logra el difícil empeño de trasmitir la sensualidad desgarradora que desprende la relación entre dos personajes marcados por una muerte inesperada: la del gran amigo, la del novio. Porque hay en la cinta un dolor que evoluciona en necesidad de sentir la vida, de desear. Una nueva plasmación de esas dos caras de una misma moneda que son eros y tánatos, con dos víctimas que terminan implicadas en un amor que les llevará hacia diferentes metas.

Hay en el ejercicio de Tran Anh Hung algo que resulta curioso. El cineasta mantiene el título original de Murakami, Norwegian Wood, que hace referencia a un tema de The Beatles -y que en España no hemos querido conservar-, pero prescinde de la escena que más lo justifica: ese inicio proustiano en el que el protagonista evoca su pasado a raíz de escuchar esa canción. Es un dato que nos habla de la clara complicidad que pretende este trabajo con respecto a los lectores más devotos del autor japonés, porque en el espectador virgen en este territorio, el sentido del relato se muestra un tanto esquivo.

Tomando aisladamente la película, que es lo que en ejercicios como este corresponde, Tokio Blues no redondea esa exquisitez a la que apunta a causa de la débil descripción de sus personajes y de una insistencia en lo poético de sus encuadres a costa de casi estirar el drama. Lo trágico pesa sobre esa cierta ligereza, esa naturaleza cambiante de la vida a la que se apunta al final, ese concepto de amor que se resiste a ser identificado bajo unas coordenadas concretas y se ve descabalado ante los nuevos aires de los 60; ante esas mujeres que exploran su sexualidad sin tapujos.

Es sin duda una película inteligente y por momentos desgarradora y cercana, con una banda sonora de Jonny Greenwood con ecos vivaldianos que respalda magníficamente el dramatismo -aunque a veces se carguen las tintas-. Pero cierto es también que el espectador que no sepa dejarse llevar a su territorio íntimo, quedará más decepcionado. No se pierde nada por intentarlo; al contrario: se gana mucho.