lunes, 31 de enero de 2011

Adiós a John Barry

Nos hemos despertado con la noticia de su desaparición, algo que su avanzada edad ya venía anunciando, y no he podido resistir la tentación de escribir algo del que considero uno de los compositores para cine con más capacidad para transitar los senderos de la épica y el intimismo y salir indemne.

Recuerdo con especial cariño disfrutar en vinilo una banda sonora que quizá no sea de las más recordadas de su carrera: Bailando con lobos. En ella precisamente demostraba esa destreza en los extremos: desde el delicado juego con flautas dulces y cuerda en el encuentro con un lobo, a su rendición al viento metal en el fragor de la lucha.

A pesar de que su banda sonora insignia, Memorias de África, me empalaga -a veces le ocurría: le podía el romanticismo-, no hay que dejar de revisar las músicas de Cowboy de Medianoche, Fuego en el cuerpo, Robin y Marian, Cotton Club o Nacida libre. La atmosfera de cada una de esas cintas está en esas melodías en un alto porcentaje. Y, por supuesto, no hay que olvidar su genio dando un poco de chicha sentimental al donjuanesco James Bond.

Desde aquí este pequeño homenaje al gran creador que supo demostrar la importancia de la música a la hora de hacer que una historia calara en el espectador. Descanse en paz.





sábado, 29 de enero de 2011

Si 'Up' se hubiera hecho en los 60...


La creatividad no tiene límites y You Tube se encarga otra vez de demostrarlo. Una serie de trailers falsos nos hacen imaginar como serían una serie de películas de las últimas décadas si se hubieran rodado hace unos 40 años. El resultado es genial: encontramos premakes de cintas como La guerra de las galaxias, Cazafantasmas o Forrest Gump. Os dejo la de Up, descubierta gracias a un amigo de Facebook.


domingo, 23 de enero de 2011

Un deber cívico: ver 'Network' cada cierto tiempo


Hacía tiempo que tenía ganas de dedicarle tiempo. Conocía alguna de sus escenas y lo mucho y bueno que se había dicho sobre ella como obra significativa de los 70. Pero quizá su director, Sidney Lumet, autor de obras tan significativas como ese Serpico, Doce hombres sin piedad o Tarde de perros, fue quedándose marginado mientras se imponía esa hornada de nuevos directores de la que hablaba Peter Biskind, dejando en los últimos tiempos destellos como su negrísima Antes que el diablo sepa que has muerto.

Más allá de su discurso demoledor sobre la manera en que los contenidos más morbosos y sensacionalistas van carcomiendo el resto de las informaciones de los mass media, de poner al desnudo el verdadero funcionamento del mundo, Network fascina por su capacidad de reflejar las relaciones humanas. William Holden se erige como pivote de todas ellas. La conversación con su mujer acerca de su relación con otra no puede ser más creible y demoledora, sin obviar cierto halo discursivo, pedagógico, que no puede ser de otra forma en un personaje que se muestra tan maduro afectivamente como el de Holden. Y por supuesto también sus diálogos con Faye Dunaway, humana e inalcanzable a partes iguales.

No ha perdido su capacidad de sorprender. No ha envejecido. Al contrario: el tiempo le ha sentado genial. Hay que verla y ahora con más urgencia que nunca.

miércoles, 12 de enero de 2011

Los directores que amaban a sus actrices

Uno de los textos fundacionales del blog. Que lo disfruteis.
Acomodada en la butaca he terminado reconociendo que el cine es un verdadero acto de vampirismo a la manera en que se mostró en Arrebato o El fotógrafo del pánico. La cámara parece captar algo más que la imagen y, como en muchas culturas reconocen, parece robar el alma de los retratados. El caso es que los directores, los primeros espectadores de lo rodado, han llegado a realizar verdaderas declaraciones de amor a sus actrices -o, según el caso, a sus actores-, haciendo que, gustase más o menos el encanto de las filmadas, nos conquistasen con muy poco: un movimiento de cabeza o una simple mirada.

Me fascinó siempre la manera en que Kieslowski mostró a la actriz Irene Jacob. En Rojo, pero sobre todo en La doble vida de Verónica, la dotaba de una sensibilidad y una gran intuición que le hacían pensar que no estaba sola en el mundo. Nos ofrecía unos unos planos magistrales de la intérprete con los que era imposible no pensar que en esos momentos el director realizaba un verdadero acto de adoración a su musa.


Truffaut fue uno de los que más se rindió al encanto de sus actrices. Su alma fetichista, quiza en menor o mayor medida como la de todo cinéfilo de pró, le llevó a realizar en películas como Vivamente domingo incalculables rendiciones al encanto de Fanny Ardant, que se convertiría en su pareja sentimental. Godard también lo haría con Anna Karina, tan irresistible en Vivir su vida, captándola en toda su magnitud y siguiendo cada uno de sus movimientos con sincera devoción.

Luchino Visconti hizo lo propio con su moreno objeto de deseo antes de que éste se convirtiera en uno rubio: Helmut Berger. El oscuro adorado era Alain Delon, que nunca estuvo tan irresistible como cuando el italiano le filmó en Rocco y sus hermanos. Un plano lo decía todo: aquel en el que se duchaba junto a su bruto hermano en el gimnasio de boxeo y tras aparecer en escena un empresario con intenciones poco claras se nos ofrecía un primer plano de su bellísimo rostro. Inigualable.

Los directores realizan para el espectador el trabajo sucio de robar almas. Son los creadores de mitologías, los que sirven en bandeja a ese maravilloso conjunto de seres que nos hacen soñar con que el cine, más que pura evasión, es un catálogo de momentos vitales irresistibles. También un analgésico que nos cura contra toda su fealdad y nos recuerda, al contrario que esa figura que todo emperador romano llevaba en su cuádriga, que podemos ser inmortales. Jacob, Ardant y tantas otras lo consiguieron. Fue por obra y gracia de ese director que supo amarlas.

Texto originalmente publicado en El Confidencial

domingo, 2 de enero de 2011

Decadente, fascinante... la vida es un circo

“Cuando era pequeña fui al circo pensando en colores y alegría, pero lo único que encontré fue decadencia y suciedad”. Podría empezar así un libro. El hecho me marcó bastante. Era una de esas pequeñas compañías de circo que recorren pueblos perdidos de la mano de Dios. Lo que pretendía ser una tarde de magia y diversión se convirtió en la constatación de que la miseria viajaba bajo una promesa de diversión infantil.

Traigo aquí estas sensaciones en unos momentos en los que Balada triste de trompeta está en los cines y Alex de la Iglesia (le adoro) también le sabe ver el halo terriblemente trágico a merodeadores de la pista como los payasos. Siempre serán tristes. A los que más cuesta arrancar unas risas, que diría un amigo.

Me acordé de todo ello también cuando descubrí la versión restaurada digitalmente de Lola Montes, la película en que Max Ophüls sacó todo el provecho que pudo del color que no utilizó en cintas como Madame de… o Carta de una desconocida. En ella, una exuberante Martine Carol daba vida a uno de esos personajes femeninos trágicos, una cortesana convertida en un gran número de circo amenizado por las palabras de Peter Ustinov (un señor que se merece un artículo para él solo).

Muy grandiosa también se mostraba La Lollo junto a los musculados Burt Lancaster (qué delicia verle hacer acrobacias) y Tony Curtis en Trapecio, otro dramón en los que las luces se vuelven sombras tras una peligrosa caída. El fabuloso mundo del circo, de Henry Hathaway -director al que no termino de encontrar el punto- me deja fría, mientras que El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B De Mille tenía a James Stewart haciendo de payaso, lo que era un gran punto.

Qué lírica crueldad la de Fellini en La Strada con la gran Giulietta Masina y su irresistible ternura enfrentada a la rudeza de Anthony Quinn, que no podía hacer mejor de cabrón, uno de los más detestables. Era lo que tocaba: el hombre forzudo tenía que ser siempre el malo de la película. Recordad La parada de los monstruos, en el que los freaks se vengan de él de mala manera, o Una tarde en el circo de los hermanos Marx, con Harpo asqueado de hacer de su ayudante.



El payaso, sin embargo, era el que siempre estaba dispuesto a ayudar al resto, el ser de corazón noble que nunca conseguiría a la bella trapecista, enamorada como una tonta... del forzudo, claro ...o del domador -toda una mina para la psicología-. Un ángel de El cielo sobre Berlín quería convertirse en mortal por una de ellas, que volaba con una gracia poética -como lo es toda la película- sobre ese mecanismo de sueños en el que la cercanía de la muerte convertía su número en uno de los más emocionantes.

Ese halo trágico hizo que todo este mundo fuera irresistible, y ni esa tendencia tan presente en muchos niños a asustarse con los payasos pudo conmigo. Me sigue fascinando su más difícil todavía, la voluntad nómada de sus integrantes, el aire decadente. Pero, sobre todo el intenso brillo de la mayoría de sus estrellas... fugaces.