lunes, 30 de mayo de 2011

Como lágrimas en la pantalla

Como lágrimas en la lluvia o como sonrisas de felicidad bajo ella. Una huida bajo su efecto para finalmente refugiarse y llegar a un cálido beso, o, directamente, escenas de gran dramatismo y muestras de emoción bajo ella. El fenómeno atmosférico ha lucido como pocas cosas lo han hecho en la gran pantalla, sobre todo asociada a momentos emocionalmente muy potentes. Capaz de cambiar o acelerar situaciones, sus efectos son inagotables.

Quizá los minutos lluviosos más sublimes de la gran pantalla son los que firmó el gran John Ford en varios de sus trabajos. A bote pronto me acuerdo de dos. En Pasión de los fuertes, Wyatt Earp en la magnífica planta de Henry Fonda tapa con su chaqueta el cadáver de su hermano menor muerto a manos de uno de los Clanton. El momento es sublime y emocionante, como cuando en El hombre tranquilo John Wayne besa por primera vez a la pelirroja Maureen O´Hara. Todo en un escenario único: las ruinas de una iglesia celta con viejas lápidas. Sin duda es una de las pocas escenas en las que El duque -el genuino- pudo ser sexy: su camisa blanca se le pegaba al cuerpo por culpa del agua que le caía encima.

El que ha demostrado ser uno de sus alumnos con el paso del tiempo, Clint Eastwood, aprendió bien la lección y no se olvidó de algún que otro aguacero en varias películas. ¿Quién no recuerda el momento cumbre de Sin Perdón? William Munny llega al salón y planta cara al cacicoide de Gene Hackman, todo ello con un gran chaparrón de fondo que presagia un final dramático. Escalofriante también era el momento de Los puentes de Madison en el que el personaje de Meryl Streep decide entre el amor fou que le ofrece ese fotógrafo interpretado por Eastwood o quedarse en la seguridad de su hogar aparentemente equilibrado. El actor y director se plantaba bajo la lluvia demostrando que no sólo de pistolas vive el cine.

Las precipitaciones también precipitaron, valga la redundancia, algunos instantes románticos del cine de Woody Allen. En Manhattan, un gran aguacero lleva a sus protagonistas a refugiarse en el planetario, algo que da lugar a uno de los instantes más regocijantes y bellos de su filmografía. En la más reciente Match Point, le vió posibilidades y la utilizó en la escena en la que Jonathan Rhys Meyers cae rendido a los rotundos encantos de Scarlett Johansson. Así, ambos retozarán sobre la campiña inglesa mientras la lluvia les empapa. 


¿Qué hubiese sido del final de Blade Runner sin la lluvia? Poca cosa. Este momento no se pierde “como lágrimas en la lluvia”, sino que se fija a nuestra retina como un poderoso imán. El ángel caido Roy Batty demuestra su poder al salvar la vida del que le quiere dar caza, Rick Dekard. Un último gesto que le hace más grande y que necesita de la textura de las gotas deslizándose por su rostro. Estremecedor. 


Y por último, vuelvo a su faceta más amorosa para acordarme de la reciente Lady Chatterley, una película francesa que os recomiendo encarecidamente que veáis si quereis descubrir cómo se puede tratar de una manera sublime la visión femenina. En un momento, los dos amantes se desnudan bajo la lluvia representando ese bautismo hacia una nueva vida que quieren llevar alejados de convenciones sociales. 


Y quedan más, muchas más. Me acuerdo del final de Desayuno con diamantes, o del principio de La doble vida de Verónica o de la felicidad en Cantando bajo la lluvia, y así tantos momentos más que dejan en ridículo la frase: “como el que oye llover”.  Porque, tenlo claro: si oyes o ves llover, es que algo muy grande está a punto de ocurrir... al menos en el cine.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial

viernes, 27 de mayo de 2011

'Nowhere Boy', un retrato poco melodioso de John Lennon

Al igual que un buen relato, una canción que vale la pena mantiene el interés del oyente hasta el final, tiene coherencia y también momentos contundentes: ese solo magnifico, esa parte que de repente cambia el sentido de la canción, esa honestidad intachable.
Lo que plantea Nowhere Boy se queda, salvo pequeños e interesantes destellos, en melodía sosa. Más allá del interés de acercarnos a los años más jóvenes de John Lennon y a cómo empezó a cogerle gusto a la música –dentro de lo cual lo más interesante es asistir a los primeros roces con Paul McCartney-, esta película tiene poco más que ofrecer.

Hay una sencilla duda que asalta con el visionado de la cinta: ¿Por qué recuperar ahora su historia? Muchos dirán: “Es que se conoce poco de su pequeño drama familiar y cómo el dolor le curtió para luego crear cosas tan importantes”. Sería la mejor explicación, visto lo visto, pero no es la que se desprende de este trabajo de Sam Taylor-Wood, directora  preocupada en aferrarse a un dramatismo mal calibrado, en enumerar datos de la biografía de Lennon, para finalmente descuidar el sentido  del conjunto.
Todo ello demuestra una carencia de discurso más que evidente. A la película le falta alma, le falta atención a esos detalles que hacen que los personajes se enriquezcan. También un protagonista con más matices que los que aporta el atractivo Aaron Johnson. Por suerte está Kristin Scott-Thomas para aportar peso y credibilidad, sin despreciar tampoco el esfuerzo de Anne-Marie Duff como madre de John, aunque en su caso se demuestra especialmente el poco tino de Taylor-Wood a la hora de perfilar las distintas personalidades aquí descritas, algo de lo que parte de culpa recae en el lineal guión de Matt Greenhalgh.
Nowhere Boy demuestra, por tanto, ser una historia destinada a ilustrar a los curiosos de la música en general -su publicidad así lo afirma: “John Lennon. Conoces su nombre. Descubre su historia”-, pero también un ejercicio condenado a la indiferencia de los que buscan ese algo más que hace que una película se quede grabada en la memoria. Como una buena melodía que se volverá a tararear con gusto una y otra vez.

martes, 24 de mayo de 2011

Usted tiene ojos de cinéfilo fatal

Todo cinéfilo tiene un problema de sobrepeso. Y no en sus carnes -que, a veces, también-, sino en sus estanterías. No en vano suele ser muy común que su afición vaya unida a un incurable Síndrome de Diógenes que le lleva a recortar afiches, guardar carteles, fotografías o pósters que nunca podrá colgar en las paredes de su casa, precisamente porque ya están invadidas por las mencionadas estanterías. Y en ellas no sólo guardan películas. No. Todo cinéfilo de los de verdad deviene en un cultureta que no hace otra cosa que acumular libros y libros que en muchos casos no puede leer: ver cine le quita bastante tiempo.


Viven agobiados a causa de su gran aprensión –si no, ¿cómo iban a vivir el cine?-. Les satura estar tan rodeados de tantas cosas, pero sin embargo no pueden dejar de adquirir más y más películas que quizá no vean más de un par de veces. Con el tema de los extras tienen la mejor excusa para hacerse con tantos títulos. Y es que ¿cómo perderse entrevistas con sus protagonistas, documentales sobre su diseño, sobre su banda sonora o cortometrajes inéditos de sus directores? ¿Cómo no descubrir en el Así se hizo algunos secretos de las escenas más impactantes? ¿Cómo, en definitiva, no adquirir más y más conocimientos?


En no pocas ocasiones he podido comprobar que una conversación de dos aficionados al cine deriva en una enumeración de títulos en la que gana el que más se haya visto. Y si estos se dicen en su idioma original, mejor que mejor. Porque un cinéfilo quizá no pueda mantener una conversación en inglés, pero no fallará a la hora de hacer saber al angloparlante de turno cuáles son sus películas más preciadas. Bueno, eso en el caso de algunos porque he venido notando que en la generación de mi padre se tiende a decir JJJicok o al JJJames Estuar. Aún así su curiosidad les convirtió en verdaderas enciclopedias de cine andantes. Y eso que ellos no tenían internet con su imprescindible imdb. ¡Pobres!


Cuando se mudan es una odisea. En el suelo descansa esa película que les llevó a los bosques de Sherwood, esa otra con la que cazaron en África, y aquella en la que nunca se olvidan de ese apasionado beso de amor. También la que les hizo llorar como magdalenas por la injusticia que cometían con los protagonistas, o la que les hizo reír hasta la extenuación cuando los personajes se disfrazaban para engañar a los enemigos. Hay que cuidar esos ejemplares: son un pedazo de su ser; son los otros maestros vitales.


Parece que tienen ojos pequeños, pero no os llevéis a engaño: es la pronunciada miopía la que hace que sus lentes produzcan ese efecto. Se pasan el tiempo viendo "cosas que no creerías", y eso termina pasando factura. 


Así es un cinéfilo fatal. No tenemos solución.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial

viernes, 20 de mayo de 2011

'Tournée', un canto a la vida errante y a sus asuntos pendientes

Seres capaces de deslumbrar en la puesta en marcha y ejecución de espectáculos, de brillar y hacer que otros lo hagan, pero que tras las bambalinas, en su vida personal, demuestran ser un desastre. Así es el protagonista de esta Tournée que nos lleva de gira con una compañía de nuevo burlesque por tierras francesas, un trabajo por el que Mathieu Amalric recibió el Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes.


El propio Amalric se reserva el papel principal, el productor que trae este espectáculo desde Estados Unidos. Otro de esos maravillosos personajes en fuga que tanto gustan al cine francés; uno de esos seres que intentan poner un poco de orden a las cosas pero se empeñan en equivocarse sin remedio; un nuevo Hamlet a quien también el teatro retrasa sus asuntos pendientes. Un tipo que ya conocemos: como el propio actor reconoce, se inspira en el Cosmo Vitelli de The Killing of a Chinese Bookie, de Cassavetes, cineasta al que se rinde con pasión, más si nos acordamos de esa más esquiva pero efervescente Opening Night.


Tournée es fresca y muy vital, y es la respuesta de calidad al intento de plasmar el mismo mundo de sensualidad más o menos refinada en manos de Cher y Cristina Aguilera. Aquí se cuece todo entre bambalinas, solo asistimos al espectáculo de estas mujeres dignas de Fellini parcialmente. La vida es el verdadero show: con sus problemas de desubicación, de falta de afecto, de búsqueda de seguridad.


Es, además, un doble juego de realidad y ficción, ya que en la base de todo el proyecto hay un director que trata de poner orden en su película a un conjunto de verdaderas actrices de burlesque. Hay mucha improvisación y un juego de contrastes entre, como describe el propio Amalric, "un hombre tenso y unas chicas relajadas", y si bien a veces no terminen de entenderse ciertos ensimismamientos, ciertas reacciones, el conjunto es delicioso. Un canto a la vida errante del que se nutre de los aplausos y despide ese mismo perfume a madera de los grandes escenarios.

viernes, 13 de mayo de 2011

'Midnight in Paris': para volver a amar el cine de Woody Allen


“Me parece que siempre seré feliz allí donde no estoy”. Esto que decía Baudelaire se ha encargado de corroborar Woody Allen película tras película. El espejismo de una vida mejor que se muestra en una película con un héroe atractivo y romántico que ojalá fuese real; en una persona, una pareja que hemos observado que parece muy feliz; en un entorno acomodado que creemos que nos libraría de una existencia llena de incertidumbres; o, como en este último trabajo que ahora se estrena, en la efervescencia creativa del París de los años 20.

Midnight in Paris es una declaración de amor a la Ciudad de la Luz, a su capacidad de atraer a tantos artistas que a lo largo de décadas hicieron de ella su residencia. Un homenaje que se merecía el traslado de su fecha de estreno europeo desde el habitual otoño a la primavera con el objetivo de enseñarla en el mejor festival de cine en Francia, y, mal que les pese a muchos, del mundo: Cannes, cuya 64º edición ha dado comienzo esta semana. Más aún cuando estamos ante un trabajo que nos devuelve su tono más nostálgico y tierno: el del cineasta rendido a las charlas intelectuales, pero que mira con sorna la pedantería; el mismo que gusta de visitar rastrillos llenos de objetos antiguos y que es aficionado a los pequeños chistes políticos –aquí a costa del Tea Party estadounidense-. Pero ante todo el creador que sabe utilizar como nadie elementos mágicos de una forma irresistiblemente cómica.

Estamos ante un ejercicio sencillo del que es preferible no contar mucho de su dinámica para que el regocijo sea mayor. Un relato muy bien ejecutado que devuelve a la gran pantalla frases nuevamente geniales: a costa del surrealismo, del Valium, de la figura de Hemingway o Dalí... Un divertimento que juega de nuevo con los tópicos asociados a una cultura, a una ciudad como París de la que nuestro romántico protagonista espera recibir el pack de experiencias que toda guía de viaje que se precie no dejará de reseñar: el aire bohemio del lugar, su multiplicado encanto bajo la lluvia, o su poder inspirador.

Hay en las interpretaciones una gran corrección, si bien nuestro héroe en manos de Owen Wilson no resulta muy carismático, y no se saca todo el jugo a la presencia de Carla Bruni –quizá es que no daba para mucho más- o a la del muy estimable Michael Sheen –presente en The Queen o El desafío: Frost contra Nixon-. Pero Allen parece pensar que ya experimentó bastante en los últimos años –recordad Cassandra’s Dream o Vicky Cristina Barcelona- como para salirse del tiesto, y se muestra decidido a prestarle a París su lado más amable y afectuoso.

“Cualquier tiempo pasado fue mejor”, parece pensar, a la manera de Manrique, el protagonista de Midnight in Paris. También los fans de Woody al ver los derroteros por los que ha tirado su cine. Pero dentro de un presente que le ha situado geográficamente en Europa, el realizador ha conseguido con esta una de sus obras más notables: la que más sonrisas cómplices despertará en el patio de butacas. Ha llegado la hora de la reconciliación.

Correría descalza detrás de Gary Cooper


Hace poco lo volví a ver. En un periódico de gran tirada publicaban su foto como uno de los platos fuertes de una exposición de Edward Steichen para Vogue. Ahí estaba él, un tanto repeinado y vestido de traje de chaqueta con un pañuelito blanco en la solapa. Su rostro de perro bonachón le hacía accesible, pero su mirada, sus labios y su percha inigualable para un hombre tan alto como él, le convertían en uno de los actores más irresistibles que han desfilado por la gran pantalla.

Gary Cooper siempre fue uno de los que más me hizo suspirar, sobre todo en su etapa más temprana –por eso mi fotito de cabecera de él no sería como la que utilizaba Mercedes Sampietro en Gary Cooper que estás en los cielos, en la que estaba más talludito-. Yo también haría como Marlene Dietrich y me arrancaría mi collar de perlas y correría tras él por el desierto aunque tuviera que ir descalza. Bueno, a lo mejor estoy exagerando, pero lo cierto es que en la estilizada Marruecos comprendía a la perfección a la alemana rindiéndose al amor fou. Si fuera enfermera, también me enamoraría sin remedio de él, como hizo Helen Hayes en Adiós a las armas, el sumun del romanticismo. Sobre todo en ese final desolador.

Cooper siempre me pareció de esa gran estirpe de actores de Hollywood que quizá no terminaban de entender la idiosincrasia de sus personajes, que no comulgaban con la intelectualidad de guionistas o directores, pero sabían dar carisma a todas sus interpretaciones. Tanto que quizá no pasaban de interpretar el mismo papel con pequeñas modificaciones, pero era un placer sin fin.


Ejemplificaba a la perfección al hombre impasible y de principios. Por eso quizá una de sus películas más emblemáticas sea Juan Nadie, donde se convertía en un héroe a su pesar y donde nos costaba verle de vagabundo: su elegancia natural le delataba. Pero quizá la película que primero venga a la cabeza de muchos sea la de Solo ante el peligro, que ponía al desnudo la cobardía de una comunidad incapaz de ayudarle a plantar cara a unos delincuentes en busca de venganza. En ella sólo le podría ayudar la bellísima Grace Kelly, una pareja cinematográfica que no podía estar más a su altura.

No me digáis que se pueden resistir a su presencia en la divertida Bola de fuego haciendo de profesor despistado, o intentando comprar un pijama sin pantalones en ese soberbio arranque de La octava mujer de Barbazul. También rodeado de misterio en la arquitectónica El manantial, o en la febril Beau Geste, haciendo otra vez de legionario.

Trabajó con los mejores, aunque quizá no en sus películas más emblemáticas: Billy Wilder (Ariane), Ernst Lubitsch, Howard Hawks, William Wyler, Josef von Sternberg, William A. Wellman, King Vidor o Frank Borzage. Fue un gentleman... norteamericano, que, sin pararnos a rebuscar detalles escabrosos de su biografía, hizo suspirar a millones de mujeres de muchas generaciones.

A mí también me pasó. Y me sigue pasando. Le veo en el desierto otra vez de uniforme y no puedo evitar pensar en seguirle.

Homenaje al actor en el 50º aniversario de su muerte. Artículo publicado originalmente en El Confidencial

viernes, 6 de mayo de 2011

‘Tokio Blues’, del sentimiento trágico del amor y la ligereza de la vida en general

Emprender el camino de la adaptación cinematográfica de una novela muy exitosa es una empresa condenada a encontrar un abultado grupo de lectores descontentos, por más que el resultado sea bueno. Pero no es lo que parece pasar con Tokio Blues, surgido de la pluma de Haruki Murakami y trasladado a la gran pantalla por el vietnamita Tran Anh Hung, el único capaz de conseguir el beneplácito del escritor japonés, empeñado en que el celuloide no podía tener química con su creación.

No se equivocaba Murakami en su elección, pues el responsable de la bellísima Pleno verano o de El olor de la papaya verde, comparte con el escritor ese gusto por el apunte sencillo que consigue el máximo de realismo. En Tokio Blues logra el difícil empeño de trasmitir la sensualidad desgarradora que desprende la relación entre dos personajes marcados por una muerte inesperada: la del gran amigo, la del novio. Porque hay en la cinta un dolor que evoluciona en necesidad de sentir la vida, de desear. Una nueva plasmación de esas dos caras de una misma moneda que son eros y tánatos, con dos víctimas que terminan implicadas en un amor que les llevará hacia diferentes metas.

Hay en el ejercicio de Tran Anh Hung algo que resulta curioso. El cineasta mantiene el título original de Murakami, Norwegian Wood, que hace referencia a un tema de The Beatles -y que en España no hemos querido conservar-, pero prescinde de la escena que más lo justifica: ese inicio proustiano en el que el protagonista evoca su pasado a raíz de escuchar esa canción. Es un dato que nos habla de la clara complicidad que pretende este trabajo con respecto a los lectores más devotos del autor japonés, porque en el espectador virgen en este territorio, el sentido del relato se muestra un tanto esquivo.

Tomando aisladamente la película, que es lo que en ejercicios como este corresponde, Tokio Blues no redondea esa exquisitez a la que apunta a causa de la débil descripción de sus personajes y de una insistencia en lo poético de sus encuadres a costa de casi estirar el drama. Lo trágico pesa sobre esa cierta ligereza, esa naturaleza cambiante de la vida a la que se apunta al final, ese concepto de amor que se resiste a ser identificado bajo unas coordenadas concretas y se ve descabalado ante los nuevos aires de los 60; ante esas mujeres que exploran su sexualidad sin tapujos.

Es sin duda una película inteligente y por momentos desgarradora y cercana, con una banda sonora de Jonny Greenwood con ecos vivaldianos que respalda magníficamente el dramatismo -aunque a veces se carguen las tintas-. Pero cierto es también que el espectador que no sepa dejarse llevar a su territorio íntimo, quedará más decepcionado. No se pierde nada por intentarlo; al contrario: se gana mucho.