viernes, 24 de junio de 2011

Recuerdos de cine de verano

Mi padre, ordenado y clásico, las detesta. “Son un caos”, me dice.  Normal. Allí no hay ticket que valga: es sálvese quien pueda. 

Las pantallas de cine al aire libre no tardan en aparecer en cuanto llega el verano, pero, que me perdone mi progenitor, yo no puedo evitar asociarlas de manera irremisible a mi infancia. 

Me llevaba mi abuelo o mi madre y gracias a ellos vi todo tipo de cosas con el fiel acompañamiento del crujir de pipas, llantos de un niño o comentarios en alto.
 
En los pueblos había clásicos: o te ponían una de Bud Spencer y Terence Hill o alguna de Manolo Escobar. Sin ir más lejos me acuerdo de su escena cantando Mi carro, no sé si En un lugar de la Manga, mientras una fémina muy repintada se emocionaba mientras era retratada con uno de esos travellings de acercamiento un tanto ridículos -que ya sabéis que lo de enfatizar mediante movimientos de cámara bruscos no se inventó ahora-. A mí todo aquello, por más pequeña que fuese, me parecía de lo más hortera, pero invitaba mi abuelo, que era un tanto roñoso, así que, como en Ciudadano Kane, era una oferta que no se podía rechazar.

En otra ocasión acudí con mi hermana a ver algo muy diferente, La cosa, de John Carpenter. Ella disfrutaba cuando yo lo pasaba mal –era de las que gustaba de asustarme a la mínima ocasión- y tengo que reconocer que la película se me quedó en la cabeza mucho tiempo. Cosas como aquella del tipo que se convertía en una especie de arácnido era de las que no se olvidan. Con la ayuda de otro título fantástico, Alien -que también vi al aire libre-, me di cuenta de que había un cine capaz de inventar nuevos mundos ¿Recordáis aquel momento en que Ripley (Sigourney Weaver), después de lucir su larga anatomía en ropa interior, se ha de enfrentar al monstruo y para tranquilizarse empieza a cantar You Are My Lucky Star? Siempre, siempre, me viene a la cabeza. Su poesía te da que pensar acerca de Ridley Scott ¿Cuándo perdió su toque?
 
Me acuerdo que una noche de mucho calor vino al pueblo en el que veraneábamos uno de esos cines ambulantes de sabana cutre y película raída. Eso sí que era grindhouse y no el de Tarantino. Nos pusieron una italiana del tipo de las que se rodaban en Almería, y el celuloide daba más saltos que sus intérpretes a caballo. Había mucho sudor, algo de erotismo, muchos tiros y un doblaje que inducía a eso: a pegarse uno. Te sentabas en el suelo de la plaza y te aprovisionabas con palomitas de colores, chucherías y una buena botella de agua. En estos casos, la película era lo de menos.
 
Con el tiempo me dejaron de gustar. Ya sabéis, llega un momento en la vida de todo cinéfilo en el que te vuelves un sibarita. Inflarse a frutos secos en el cine deja de tener encanto, las sillas son duras y la gente no para de hablar. Lo que era pasárselo pipa se convierte en un tostón. No obstante, intento no perder la costumbre de ver algo al aire libre. Cuando llega el verano, intento pasarme por el cine Doré de Madrid, la sede de la Filmoteca. Cualquiera se resiste a ver un buen clásico aire libre. No está mal que de vez en cuando se consigan ver tantas estrellas en el cielo de la capital.

viernes, 17 de junio de 2011

'Un cuento chino': por obra y gracia de Ricardo Darín

Para todo cinéfilo que huye del taquillazo convencional y gusta de un cine más ligado a la realidad cotidiana, el estreno de una película del actor argentino Ricardo Darín puede suponer un pequeño remanso de felicidad. Más allá de las muchas o pocas virtudes de la dirección, de si el argumento es más o menos convencional, su sola presencia es un potente imán.

Un cuento chino, la comedia que estrena ahora, no escapa de esa máxima, pues si bien nos encontramos ante una cinta con momentos discutibles, el sustento de final de todo el trabajo tiene que ver con un Darín en estado de gracia metido en la piel de un tipo un tanto obsesivo, pero genial en sus lamentos vitales. Todo ello sin quitar valor a unos planos que dejan hacer a sus actores y a unos diálogos austeros, pero muy contundentes, que configuran perfectamente la personalidad del protagonista y los secundarios, muy bien utilizados.

Sin embargo, a la dirección de Sebastián Borensztein le faltan recusos a la hora de abordar la importancia de elementos simbólicos como el que finalmente se manifiesta, y se muestra un tanto torpe con el comienzo con la vaca, o con los recuerdos de la guerra, mal introducidos.

Pero ¿nos van a quitar sus defectos el buen sabor de boca? Ciertamente, no. La sensación que deja Un cuento chino es bastante buena. El magnetismo Darín anula las malas ondas.

martes, 14 de junio de 2011

En algún momento hay que hacerse la lista...

En la vida de todo buen cinéfilo siempre llega ese momento en que alguien te pregunta cuál es tu película favorita. Me quedo en blanco. Sobre todo porque mucha gente espera que digas un título muy conocido y cuando sueltas, yo qué sé, algún trabajo raro de Kieslowski, de Tourneur, de Herzog o cualquier otro, se quedan un tanto chafados.

Dispuesta como estoy siempre a poner un poco de orden en mi vida -algo que al final nunca consigo- he decidido hacerme la lista de una vez por todas; una enumeración que seguro irá cambiando continuamente -y aquí tiro de la excusa que pone todo aquel al que se le pregunta-, pero al menos hay que intentarlo. Aquí va la lista:

Amanecer. Esta película nunca se escapa. Me encanta cómo la historia se pone del revés tras una maravillosa e inesperada huida hacia la ciudad.

Sopa de ganso. No me canso de ver a los Marx y no me cansa su humor absurdo, aquí más afinado que nunca. Las escenas de guerra son de traca.

L'Atalante. Me parece una película bellísima y con un erotismo sutil fantástico. Es además una historia en movimiento, a bordo de un barco, así que más puntos a su favor.

El bazar de las sorpresas. No me cansaré nunca de verla, al igual que muchos otros títulos geniales de Lubitsch. Me encantan las líneas de Margaret Sullavan y los secundarios son fantásticos.

La diligencia. Otra historia en movimiento. John Ford nunca puede faltar y elijo este título por esos detalles encantadores que ponen en evidencia a los pretendidamente caballerosos; que rebelan las necesidades de formar parte de una comunidad, aunque sea improvisadamente. Además, la presentación de John Wayne no puede ser mejor.

El ángel exterminador. Impresionante metáfora buñueliana con una carga crítica brutal de la que Woody Allen saca una buena escena en su última película. No hay nada mejor que estar horas y horas en un sitio, sin que nadie se decida a marcharse, y soltar que "esto se parece a El ángel exterminador".

La palabra. Te deja, y nunca mejor dicho, sin palabras. Su poder de fascinación, su fuerza y poesía y, sobre todo, la carnalidad dentro del milagro final.

Otra mujer.
Ante todo encuentro muchísima verdad y muy dolorosa en los fotogramas de esta película de Woody. No me cansaré de verla y siempre recordaré ese "has de cambiar tu vida" extraído, si no me esquivoco, de un poema de Rilke.

Rojo. Me fascina Jean-Louis Trintignant, del que también me quedo con Mi noche con Maud o El conformista. Me encanta haciendo de juez retirado. También adoro a Irene Jacob desde La doble vida de Verónica (otra que metería en esta lista de favoritos). Me gusta su simbolismo, su delicada puesta en escena, su toque mágico final.

La delgada línea roja.
Me pone la piel de gallina su lirismo, acentuado con la ayuda de una música de un Hans Zimmer en estado de gracia. No es una película de guerra al uso, es un canto a la convivencia en comunión con la naturaleza. Sin dudar de su excesiva defensa del buen salvaje y el roce con el ridículo del soldado que piensa en su mujer, me conquistan momentos como aquel en el que el protagonista mira el rostro de un muerto y se pregunta acerca de sus cualidades humanas, o el absurdo absoluto de la guerra ejemplificado en el encuentro de la compañía estresada con el indígena tranquilo.

Y una vez elegidas todas estas, siento que he sido infiel a muchos títulos. Fuera de este top ten se han quedado títulos que hubiese puesto en otras circunstancias: El viento, Luces de ciudad, Y el mundo marcha, Al este del Edén, Breve encuentro, Cuentos de Tokio, Las zapatillas rojas, La noche del cazador, Te querré siempre, El sur, Network, 2001, una odisea del espacio, El cielo sobre Berlín, Opening Night,  Mulholland Drive, Master & CommanderAdaptation, Yi-Yi... y muchas, muchas más. ¿Cuáles son la vuestras?

jueves, 9 de junio de 2011

'Pequeñas mentiras sin importancia', un verano para olvidar

Antes de que a Kenneth Brannagh le embargase más la ambición que la emoción, regaló trabajos como Los amigos de Peter, una película coral sobre una reunión en torno a un personaje con malas noticias. Siguiendo ese modelo o el de otros trabajos como el Reencuentro de Kasdan, la otra cinta clave sobre  viejos amigos pasando unos días juntos, llega esta película francesa de Guillaume Canet dispuesta a meterse al público en el bolsillo con la eterna historia de asumir responsabilidades a cierta edad e ir dejando de lado esa juventud en la que todo valía.

Con muchas personas desde luego que lo conseguirá. No se puede negar sus ganas de conquistar:  personajes para todos los gustos, problemáticas de índole sexual, situaciones cómicas, momento emotivo final y, como guinda, una banda sonora llena de temas golosos. Pero
la suma de estos ingredientes resulta, a mi juicio, agotadora: la maldita insistencia en sobrecargar con música muchas escenas y alargar el metraje en exceso, alimentan especialmente la sensación.

El relato se muestra irritante por lo manido de sus situaciones y por lo poco que cuida a sus criaturas, tan dejadas a su suerte, tan poco redondeadas, por lo que llegados a un final pretendidamente emocionante, poco hay que hacer.


A
Pequeñas mentiras sin importancia le falta garra y un poco de complejidad, a la que se apunta irregularmente con ese pequeño simbolismo de ese animal que se cuela y molesta entre las cavidades de una casa pretendidamente tranquila y estival; como aquellos que se reúnen como si nada nuevo pasara, mientras en el interior de cada uno de ellos la culpa y otros males les carcomen. Es un verano para olvidar.

domingo, 5 de junio de 2011

Lo confieso, soy marxista

Mi padre se ha enterado y le ha dado un pasmo.

-Que no papá, que no. Que no me he vuelto marxista a la manera de Karl -en todo caso, no se lo contaría...-, sino a la de Groucho, Harpo y Chico.

Creo que se ha quedado más tranquilo. No me extraña. Fue él quien me inició en sus películas. Bueno, él y esas sesiones de sábado por la tarde cuando sólo había dos canales y -¡milagro!- en los dos había cosas que ver. Recuerdo que una temporada les dedicaron un ciclo. Todavía babeo. Ya estuvieran en Casablanca, en el oeste o en el circo, su humor absurdo me hacía reír a carcajadas

Por más que pase el tiempo, no dejan de hacerme gracia, si bien es cierto que con la llegada del vídeo les fui un poco infiel. Lo confieso: cuando llegaban los melosos números musicales de la historia paralela a la suya cogía el mando y me volvía implacable. La cinta que más sufrió este desgaste fue Una noche en la ópera, pero es que hay que reconocer que la historia de los dos amorosos cantantes de ópera era un tanto insoportable.

Aun así no dejé de ver sus películas una y otra vez. Tanto las revisitaba que cuando surgía una situación parecida a la que vivían los Marx, no dudaba en soltar alguna de sus frases. La gente me miraba raro porque no entendían a cuénto de qué venía el supuesto chiste. Si había alguién un tanto chungo me acordaba de aquello de Un día en las carreras: “menudo tutti-frutti está usted hecho”. Si abrazaba a alguien muy fuerte le decía :“Como te siga abranzando así me voy a salir por la espalda”. O si alguien me invitaba, no dudaba en decir: “Está bien, le sacaremos el jugo a la empresa”. Y así tantas más.

Había unos momentos especialmente deliciosos cuando la actriz Margaret Dumont, que hacía siempre de señora ricachona, era camelada por Groucho. Siempre intentaba llevársela a su terreno para mantener su trabajo o conseguir dinero para la empresa de sus amigos. Los tres le hacían tantas perrerías dentro y fuera de la pantalla que todavía me resulta milagroso que esta señora siguiera con ellos. Aunque, ¿quién hubiese sido tan fiel a ella como lo fueron los Marx?
También me divertían mucho los momentos de humor un tanto infantil de Harpo y Chico, siempre intentando ganarse las habichuelas a base de aprovecharse de los demás, por lo general, las empresas de Groucho. Harpo me resultaba desternillante en Sopa de ganso cuando metía los pies en el tanque de limonada del que le había quemado su puesto de palomitas; o, sobre todo, en la escena del espejo falso en la que se disfraza de Groucho con camisón hasta los pies e intentaba imitar todos sus gestos.

El humor de los Marx era el triunfo de lo sencillo. La risa surgida ante situaciones adversas. El disfrute de sus pequeños chistes con los dobles sentidos lingüísticos -qué difíciles de traducir, y aun así qué bien doblados estaban-. Por eso, cuando estoy un tanto triste, pocas cosas me animan tanto –bueno, de acuerdo, con excepción de Cantando bajo la lluvia-. Volver a verlos, es regresar a una dulce infancia. Son el eterno retorno.

Entrada publicada originalmente en El Confidencial