sábado, 27 de agosto de 2011

'Robin Hood, príncipe de los ladrones': una reconciliación con la adolescencia

El otro día me decidí a revisar Robin Hood, príncipe de los ladrones aprovechando que se emitía en la televisión. Fue una de esas películas que en mi adolescencia me empujó a ir cada vez más al cine, a considerarlo una evasión maravillosa y poco a poco obsesionarme con otras cosas que ya estaban en mi cabeza por las sesiones de tele en blanco y negro que de pequeña había disfrutado, sentándome cada vez más y más cerca de la pantalla para así alimentar mi miopía.

El caso es que en su momento y en las veces sucesivas que me aproximé a ella, nunca fue en su versión original, así que tenía curiosidad de cómo serían realmente momentos del guión que parecían ridículos. "¡Me muero!" decía malamente el hermano de Lady Marian a Robin al comienzo de la cinta, algo que siempre me chirriaba, y claro, la cosa sonaba diferente en inglés, también en otras situaciones. Así fue como, con la tontería del V.O., me fui reconciliando con una cinta que había desdeñado posteriormente como pecado de juventud.

Kevin Costner era lento para un personaje tan jovial, tan ágil como Robin Hood, pero no pesaba al conjunto gracias a la eficacia de Kevin Reynolds, que, aunque torpón en las distancias cortas, no se defendía mal en la acción. Lo demostró en la maltratada Waterworld, y desde luego en la ayuda que le prestó a Costner en sus primeros pasos tras la cámara.

Lo que sí que queda claro es que con el paso del tiempo tiempo te das cuenta de que el personaje que rompe la pana es el de Alan Rickman. No hay quien se resista a su malo sacándose los paluegos mientras sus soldados quieren rematar con flechas de fuego a los habitantes de los bosques;  ni a la risa que despierta dentro de las murallas cuando se le escapa el héroe y lo paga con uno de los guardias, debajo del que su capa queda apresada y se enjirona cuando tira de ella; que le habla a un niño acerca de su infancia terrible. Tampoco se debe olvidar la cara de fastidio que pone cuando Robin aparece de la nada. Es excesivo, pero no te cansa: Rickman es un actorazo.

En aquellos años se notaba que en Hollywood se pensaba cada vez más en las féminas como parte de la acción y no solo como objeto de deseo. Y no porque les hubiese entrado de repente una conciencia feminista. Desde luego que no. Ahora buscaban que las espectadoras fuesen encantadas a ver esas películas de acción que en un principio les atraían más a ellos. Lady Marian es valerosa, sabe usar la espada y, lo mejor de todo, no le corresponde a ella bañarse desnuda y ser contemplada.

Es una cinta sin una tonalidad concreta, un mix de ingredientes disparatado, y, por ello precisamente, muy divertido. No olvida esa inocencia jovial de cintas clásicas como la de Errol Flynn o El halcón y la flecha con Burt Lancaster, pero sin perder cierta sensibilidad moderna: pequeños chistes ("¿Quiere que espere aquí? ¿aquí exactamente?" dirá Robin con sorna), un poco de cinismo (ese del que Harrison Ford fue adalid para Lucas y Spielberg), además de introducir los valores de la cultura árabe en manos del personaje de Morgan Freeman -muy en su sitio, como siempre-, demostrando la ignorancia de los cristianos respecto a la óptica, la canalización del agua... Todo ello sin evitar incorrecciones para cabrear a los historiadores, que si no, no es lo mismo; y sin olvidar, como en las nuevas cintas de aventuras que vinieron después, ese discursito en pro de la gran palabra: "libertad".

Costner no supo divertirse, fue incapaz de soltarse, pero en su momento era lo que me gustaba de la cinta. Ahora son otros detalles los que me gustan. Sobre todo esa capacidad que tiene el relato de reírse de sí mismo, esa falta de solemnidad, esa ligereza que la convierte en una de aventuras con la que entretenerse sin más. Nada menos que eso.

sábado, 13 de agosto de 2011

Tras un mes de camino...

Tras unas semanas alejada de la actualidad y de los ordenadores, vuelvo al blog. Estuve un mes caminando hacia el fin del mundo y la experiencia fue increíble. Muchas horas de vagabundeo trajeron a mi cabeza mucha música, pero dos canciones principalmente: sonaba el I'll Be Gone de Tom Waits cuando por la mañana emprendía el camino y se oía algún gallo de alguna granja cercana, y recordaba el precioso Walk With Me del último Neil Young, Le noise, cuando encontraba gente con la que merecía la pena andar.  

Pero mi paso por zona de meseta, con esas explanadas doradas y ondulantes, me recordaron especialmente los compases de Badalamenti para Una historia verdadera. No es de extrañar: ese empeño de Alvin en emprender un largo camino a bordo de su cortadora de cesped es parecida a la locura de seguir caminando, algunos días hasta 35 kilómetros, para ir acercándote a una meta, en principio, lejana. Ir encontrándote gente con todo tipo de problemas, compartir experiencias, sufrir alguna que otra penuria, perderte de mala manera, hallar mejores y peores compañeros de viaje, demostrarte que aunque estás hecho polvo puedes con otros diez kilómetros más... Todo ello constituye la esencia de una buena aventura.

Al caminar prolongadamente te diluyes en una especie de abstracción en la que tus piernas tienen vida propia y empiezas casi a mezclarte con el paisaje. Como cuando en la muy particular Gerry, de Gus van Sant, sus protagonistas se convierten en sombras vagando sin rumbo."¿Qué le gusta del desierto?"- le preguntarán a Lawence de Arabia-. "Que no hay nada" -responderá él-. 

Es andar. Es el viento. Es el sonido de los pájaros. Es el calor. O el frío. Cuando vuelves a la carretera maldices todo lo habido y por haber, pero pronto hay un camino que te adentra en la naturaleza y de nuevo es posible perderse. Fue una gran experiencia.