martes, 20 de septiembre de 2011

'El árbol de la vida', el 'más allá' de Terrence Malick

Para aquellos que acuden al cine como si aquel fuera un lugar sagrado, las películas de Terrence Malick pueden ofrecerles la mejor de las experiencias. Pero sin fe no se produce el milagro y la fe implica predisposición: es un salto sin red. Con El árbol de la vida lo de la fe entra especialmente en juego. Y no sólo porque nos encontremos ante su trabajo más personal, y por tanto más discutible -esos espectadores que se marchan en mitad de la proyección son un suma y sigue-, sino también porque el sentimiento, digamos, religioso está muy presente y se convierte en irritante elemento para gran parte del patio de butacas: ¿cómo conseguir la empatía con el espectador más lógico y racional? ¿Con el más molesto por culpa de una educación que te mete el cristianismo con calzador? Espinoso asunto, desde luego, pero los prejuicios -al menos es lo que suelo hacer- se deben dejar a la entrada del cine.

Malick lleva en esta ocasión a su cine unos pasos más allá: su maravillosa capacidad de ir de lo particular a lo universal -o demostrar su tensión- o su obsesión panteísta se muestran aquí más exacerbadas que nunca. El cineasta norteamericano plantea una historia acerca de la lucha de la vida por abrirse paso, de cómo los más fuertes siguen adelante, pero también de la presencia de una gracia, una capacidad de amar, de compadecer y dejar a un lado nuestra naturaleza, que nos hace criaturas divinas. El viaje es arduo, inquietante: desde una familia que vive un gran drama hasta el comienzo de los tiempos. Un gran salto, una gran elipsis que nos retrotrae a la de 2001, una odisea del espacio. Un viaje magnificado con un brutal tema musical: ese Lacrimosa del Réquiem que en su día Preisner dedicó a Kieslowski. Si la música tiene a veces mucho poder en el cine (ver Cine con buena nota), aquí lo demuestra. Es inútil seguir tragando palomitas: bienvenido a la comunión total con la pantalla. Reserva, plebeyo, esa mala costumbre para atronadoras propuestas que ocultan tu ruido y deja disfrutar al resto de silencios tan significativos como los que aquí se dan.


Tras ese gran salto, volvemos a la familia. Si algo resulta subyugante en esta cinta es la narración de la infancia de estos hermanos a través de un conjunto de movimientos, de gestos, de reacciones hacia dos polos opuestos: un padre que los constriñe, que les encierra en un rígido círculo de normas y una madre que expande su mundo hacia el exterior. Pocos han podido mostrar tan bien ese intento de un niño de abrirse paso en el mundo, de contener su poder sobre otros, de intentar empezar a manejar su frustración. Magnífica la credibilidad de los actores.

Si el espectador supo aprender las lecciones de sus dos películas anteriores, la magistral La delgada línea roja y la hipnótica El nuevo mundo, sabe que ha de acudir al cine con un espíritu contemplativo. El cine de Malick es el "yo persigo una forma" de Rubén Darío, y tú has de querer lo mismo que el director. Y en ese seguimiento de sus ondulantes movimientos, de magníficas grandes angulares, has de abandonarte definitivamente.

Después, hacia el final, nos despertaremos del sueño y pensaremos: ¿había necesidad de ser tan reiterativo en cuanto a lo trascendental de estas criaturas que vagan por la playa? ¿No quedan esas conexiones entre las historias un poco sueltas? ¿No le falta peso al personaje de Sean Penn? Pero el premio ya lo hemos conseguido antes y felices abandonamos esa sala en la que hemos constatado que el cine puede ser una gran experiencia mística.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Antonio López: lo que la verdad esconde

No se dejarán de oír comentarios como el tan traído "parece una fotografía". Las salas estarán llenas de conversaciones, muchas de ellas muy poco discretas debido al éxito de público que abarrota la muestra. La promesa de paisajes o rostros identificables en sus cuadros o en sus esculturas parece que otorga cierta tranquilidad al espectador de arte menos curtido en sus múltiples posibilidades. Antonio López gusta y el Museo Thyssen de Madrid ha conseguido hacer de su muestra una de las citas culturales ineludibles de estos meses.

A muchos les apasiona la verdad: la ciudad que conocen representada, lo bien que está reflejada la luz de una bombilla, las viandas dentro de una nevera, la carita de esa niña en ese cuadro o en esa escultura. Pero lo que esa verdad esconde es cierto vértigo y tensión; el hastío de lo que ocurre entre los momentos álgidos del día; el misterio insondable de un rostro, de un cuerpo. 

Eso es lo que encontré en la muestra del artista de Tomelloso: una realidad inquietante, una expresión muy sincera que me tocó la fibra sensible. Ese hombre y esa mujer esculpidos están mostrando tanto de sí mismos... Sobre todo ella, con una postura que traduce una profunda tristeza. Las serias féminas de López parecen haberse rendido a la existencia que les ha tocado vivir solo en apariencia, porque ocultan una vida interior muy intensa. Ensimismadas, pero sin perder el contacto con la tierra, bien colocadas en su hábitat. Las figuras masculinas son rotundas y más dialogantes con la realidad. No es de extrañar que acabase trabajando con Víctor Erice en El sol del membrillo, porque el cine de éste último, su manera de reflejar los silencios de la realidad, es muy cercano a López. Esa protagonista de El sur, maravillosa película a la que volver de vez en cuando, muestra que la infancia y luego la adolescencia son muchos callados instantes e incertidumbres, no esa idílica edad que tantas veces se cree ver.

Sus interiores con luz artificial parecen haber captado lo latente, lo que está en suspenso. Luces amarillentas que te sitúan ante una cotidianeidad de la que quieres escapar, como en el Ensayo sobre el cansancio, de Peter Handke: "...el cansancio de estar en una habitación, en las afueras de la ciudad, solo; el "cansancio de la soledad". También invitan a huir esas vistas de la ciudad de Madrid, que se muestran como laberintos que encierran pequeñas particularidades; una gran masa engullidora pero fantasmagórica e irreal. 

¿Es buena idea llevarse alguna reproducción de la muestra a casa? No, esta vez no. Hasta el color de Delaunay quedaría afectado por el trabajo de López y tener cerca algo de Balthus ya es suficiente.

sábado, 3 de septiembre de 2011

'La piel que habito': Almodóvar ha creado un Frankestein, pero algo también falló

Vaya por adelantado que siempre me costó conectar con el universo Almodóvar y cuando lo he conseguido ha sido en los trabajos en los que su humor surrealista está más presente o en pequeños momentos en los que demuestra la rendición de sus personajes al mundo del arte (esos momentos de emoción ante el espectáculo de Pina Bausch en Hable con ella, por ejemplo).

Con la intención de emprender nuevos caminos, el cineasta no ha dejado de desconcertar al espectador, sobre todo con cintas como La mala educación o Los abrazos rotos, que han engrosado inevitablemente las filas de sus detractores. Pero no se le puede negar es que es un autor con una mirada muy definida y una estilizada manera de mover la cámara de la que pocos pueden presumir.

Esa mirada fabulosa está en La piel que habito, otro trabajo destinado a separar al público que lo contemple. Uuna película que no podría ser elegida para coronarle en Cannes definitivamente por más que la dirección del festival se empeñase. Y digo esto porque para empezar los elementos más propiamente almodovarianos no funcionan. Esas frases con tono despectivo que tanta gracia dicen sus personajes femeninos en otras ocasiones, aquí cojean. Ese personaje estrambótico salido de la nada y disfrazado de tigre se muestra como un capricho innecesario para dar color al minimalismo del paisaje. 

Ese paisaje, ese fondo resulta demasiado calculado y medido: ahora utilizo a Alice Munro, después saco de refilón a Cormac McCarthy y luego me centro en las obsesiones de Louise Bourgeois, tan a tono con la historia. De esta manera da la sensación de que estamos ante un cirujano, al estilo del protagonista, uniendo trozos de sus últimas obsesiones artísticas, sin que lleguemos a una idea realmente interesante ¿Qué queda? ¿Qué se oculta detrás de toda esa operación? ¿Qué hay de la psicología de la protagonista? ¿Cómo es su relación con su cuerpo? ¿Y que sabemos del maquiavélico doctor? Prácticamente nada.

Almodóvar nos atrapa en el esteticismo de su mirada en manos de José Luis Alcaine y reforzada con la fantástica música de Alberto Iglesias. Fascina por momentos, pero como un humo que ciega nuestros ojos para evitar que veamos que en el fondo no hay personajes por más que Antonio Banderas, Elena Anaya, Jan Cornet y Marisa Paredes hagan un esfuerzo interpretativo encomiable; que no hay una estructura firme y que sus saltos temporales son irregulares y no necesitan sobretítulos: solo restan magia.

Definitivamente, la escritura del director manchego no está a la altura de su realización. Sus libretos, sean más o menos brillantes, siempre mejoran al ser dirigidos por él y nadie podría exprimirlos mejor. Y es por eso que aunque falle el fondo, aunque no me convenza, es una película que sigo teniendo en la cabeza, que me sugiere y por eso recomiendo verla con mente abierta y con ganas de sacarle el jugo. Aunque su concepción, como la de Frankestein, sea un auténtico prodigio, pero finalmente falle el cerebro.