viernes, 27 de enero de 2012

'No habrá paz para los malvados': Enrique Urbizu nunca yerra el tiro

Tenía pendiente desde hace semanas ir a ver el último trabajo de Enrique Urbizu, No habrá paz para los malvados, y por fín saldé mi deuda acudiendo al recomendable Cine Berlanga. Lo mejor fue que volví a creer en que en España se pueda hacer cine de género con esta factura: diálogos medidos, acción muy bien calibrada, interpretaciones tremendamente bien ajustadas al conjunto de elementos.

Llama la atención lo seco y cortante del ejercicio. Urbizu va al grano y no se permite ningún desliz con la emoción o la ternura, simplemente se queda a las puertas. Y de ésto nos puede dar buena cuenta el plano en el que la imperturbable juez Chacón habla con su hijo por teléfono delante de su compañero. Nos quedamos huérfanos del contraplano con la reacción de éste.


Prima en el filme, además, lo visual. Mientras Urbizu estaba metido de lleno en este proyecto asistí a una charla verdaderamente magistral que ofreció con motivo de la presentación de los proyectos de guión premiados por la Comunidad de Madrid. Allí mostró su obsesión por dos temas, The Wire y Michael Mann. Y esa seca autenticidad de la genial serie está aquí, pero sobre todo el Mann de los muertos vivientes, de los personajes que no evolucionan pues solo están esperando cumplir su destino trágico, mientras las atmósferas que les rodean se muestran más vívidas.

Así es este magnífico Santos Trinidad en la piel de José Coronado -fantástico- con su pistola colgando del aro del gatillo. Sus execrables actos, sus acciones en solitario son solo destellos del  acero de las batallas de un pasado más glorioso. "No entiendo cómo es posible que este hombre siga en la Policia", comenta la juez tras entrevistarle y solo el espectador sabrá completamente de la necesidad de su existencia. Él es el Tom Doniphon que hace el trabajo sucio: él tiene que matar a Liberty Valance, aunque nadie pueda percatarse de la heroicidad de la acción. Y de esta manera, el odioso protagonista sin escrúpulos demuestra ser providencial y mil veces más eficaz que sus sucesores.

Resulta llamativo también como Urbizu trata de pasada o solo aporta detalles vagos del pasado del protagonista a través de las conversaciones: ¿cuantas veces tenemos que aguantar esos diálogos tan discursivos que ni en la boca de actores de categoría suenan bien? Lo que aquí logra son apuntes para espectadores a los que les gusta desgranar las cosas mientras dejan que se les cuenten la historia, que van componiendo en su cabeza. Los secundarios son igualmente tratados por encima pero no abandonados a su suerte, que es lo que suele suceder tantas veces en el cine irregular al que estamos acostumbrados: tienen entidad propia y son interesantes.

Con No habrá paz para los malvados, Urbizu demuestra la maestria que ha desarrollado junto a su coguionista Michel Gaztambide para escribir diálogos creíbles y personajes con enjundia. Para ajustar al milímetro las interpretaciones; para, al fin y al cabo, ofrecernos una historia honesta y vibrante. Ahí es nada.

viernes, 20 de enero de 2012

Anoche soñé que volvía al Cinema Ermua

Viví los tumultuosos ochenta en la localidad vasca de Ermua, siempre entre el ruido del timbre de cambio de turno en las fábricas, el óxido que empañaba lugares cercanos, muchos días de lluvia, inviernos con preciosas nevadas y un gran contacto con la naturaleza que nos rodeaba. 

Era un lugar lleno de familias venidas de toda España a trabajar en la industria. Parejas que empezaron a tener allí a sus hijos. Las plazas hervían de niños alborotados y continuamente reclamados por sus madres para una merienda que no conseguían acabar. Se iba andando a todos los sitios y se veía pasar el tren. Las navidades, los carnavales y las fiestas eran un torrente de gente disfrutando en las calles.

Pero en mis primeros años en ese vibrante lugar siempre hubo un momento al año que era especial: el día en que el Sacerdote más anciano de la parroquia de Santiago, Don Teodoro, celebraba su cumpleaños invitando al cine a todos los niños. Gracias a este magno acontecimiento, disfruté de la primera película que recuerdo haber visto El corcel negro, pero también de otras cosas muy de la época: la tercera parte de Superman, Star Trek II: La ira de Khan, que, al tiempo que me descubría la teletransportación, me dejaba traumatizada con aquella escena en la que introducían cierto bicho en el oído de un pobre sufridor.

El Cinema Ermua (imaginación al poder) era el lugar donde todo sucedía, un viejo teatro que te recibía con ese olor a tapicería vieja y ambientador barato. Esa mezcla de oscuridad y efluvios varios provocó en mí un sentimiento de amor-odio hacia ese enclave. La experiencia era fantástica, pero ese aire decadente me hacía ansiar estar siempre cerca de la puerta de salida. ¿Demasiados miedos infantiles? Posiblemente, pero el caso es que, a pesar de los pesares, fui en variadas ocasiones a ver cintas como La historia interminable, que recuerdo especialmente, o Spaceballs y alguna que otra cosa del mismo extraño pelaje.

Años después, cuando regresé a la localidad, además de comprobar que era un lugar más abarcable de lo que mi imaginación infantil recordaba (preciosas constataciones éstas), una de mis mayores ilusiones fue acercarme a ese cine, ya cerrado. Saqué una foto en blanco y negro que conservo con cariño (la que se puede ver a la derecha), ya que se convirtió en un templo llenó de recuerdos. Un lugar destinado a dejar de existir. A ser demolido.

Pero no fue así. Hace poco descubrí que su aspecto había cambiado radicalmente. Sonreí ante tal resurrección: el Cinema Ermua no solo no desaparecía, sino que además mantenía su misma esencia teatral-fílmica.

Si vuelvo allí, intentaré ir a ver una película y revivir antiguas sensaciones. Estaré perdida entre las butacas habiendo olvidado definitivamente dónde está la puerta de salida.