Y es que no cuesta imaginarse al artista torciendo la cabeza en gesto cariñoso, como sus pinturas nos obligan muchas veces a hacer en ese irresistible mimetismo que se ve entre visitantes de exposiciones y obras expuestas. Rostros unidos, personajes flotando, gorros levitando. Una serie de elementos conectados como las notas musicales en una melodía irresistible.
Hay también en su trabajo una unión entre naturaleza y ser humano: ese precioso gallo abrazado por una mujer, aquella vaca siempre presente junto a los recuerdos de su humilde aldea, de su infancia en un pueblo de Bielorrusia, y diversas sensaciones con respecto a un matrimonio que se adivina dichoso. Él es a veces azul y taciturno, pero es visitado de repente por la calidez de su entorno familiar.

La geometrización de los elementos está presente y estiliza y embellece a sus personajes, acompañados de un simbólico colorido que mira hacia Oriente. Detalles, estos y otros, que nos llevan a disfrutar de esta oportunidad única. Chagall visita Madrid a lo grande y se convierte en la más absoluta de las felicidades para los ya rendidos a sus encantos y aquellos que también caerán. Una pequeña inclinación de cabeza será el comienzo.
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